El filósofo Christian DelaCampagne con su obra “Historia de la filosofía en el siglo XX” asume como objetivo hacer un repaso pormenorizado de la llegada de la modernidad en una época llena de horror, marcada por las guerras y algunas de sus más crueles manifestaciones como Auschwitz.
El horror que se vincula al recuerdo de la IGM es debido sobre todo a su excepcional crueldad. En las trincheras millones de hombres murieron por nada. Los negociadores del Tratado de Versalles se mostraron incapaces de sentar las bases de una paz duradera. Al contrario, no hacen sino exacerbar las frustraciones, alimentar los deseos de revancha. Como subrayará Betrand Russell, la ascensión del nacismo será en parte consecuencia del estado caótico en que dicho Tratado dejó Europa en 1919. Los alemanes constituyen en esta época el pueblo cuya identidad es más inestable. Vencido y humillado por la pérdida de sus posesiones coloniales, encontrará en su interior movimientos extremistas con, fruto de la crisis, suficiente apoyo popular.
La llegada del Nacionalsocialismo al poder en el año 1933 y el inicio de la persecución política y social contra judíos, comunistas o socialdemócratas en apenas unos meses, debe enmarcarse en una sociedad, la alemana, en la que la comunidad judía era una de las mejor asimiladas de Europa, desempeñando además un importante papel al dotar a la misma de grandes figuras en el ámbito de las artes, las letras y las ciencias.
Hannah Arendt, filósofa y teórica política alemana, posteriormente nacionalizada estadounidense, de religión judía y una de las personalidades más influyentes del siglo XX, recurre a una perspectiva sociológica y antropológica a la hora de analizar las causas del nazismo. Intenta comprender la génesis del “acontecimiento de Auschwitz” a partir de la historia política y social de Europa en el XIX y XX. Entiende que las razones del antisemitismo son consecuencia del estado de la nación a comienzos del siglo XX. Sus trabajos se dirigen al problema judío, a la crisis de la cultura, a los conceptos de violencia y revolución. Su aportación más notable a la teoría política continúa siendo el conjunto de sus reflexiones sobre la “monstruosa” evolución de ciertos Estados europeos en la primera mitad del XX. En “Los orígenes del totalitarismo” se esfuerza en trazar de nuevo la historia, remontándose hasta la Revolución Francesa. La segunda parte de su libro contiene la génesis de distintas ideologías “imperialistas”. En cuanto a la estructura propia de los modernos Estados totalitarios, es la primera en describir con precisión sus principales características:
- preponderancia del Partido sobre el Estado.
- predominio de la Fuerza sobre el Derecho.
- complementariedad de Terror Policial (en el interior) y Propaganda Ideológica (en el exterior).
- pretensión ilusoria de borrar las diferencias entre clases sociales.
La “ventaja” de los totalitarismos consistiría en que “tienen el mérito de situar a las primeras de cambio y en el corazón del debate un dato fundamental que los politólogos liberales tienen muchas veces dificultades en aceptar: el hecho de que los regímenes totalitarios se benefician habitualmente -al menos durante un cierto tiempo- del apoyo espontáneo de la mayor parte de la población que oprimen, sin que se pueda decir que ese apoyo sea el efecto de una ignorancia absoluta de la realidad o de un ‘lavado de cerebro’ colectivo”.
En su obra “Eichmann en Jerusalén”, Arendt intenta postular que el ser humano no es ni bueno ni es malo por naturaleza. Según su concepción, sólo el individuo lleva la responsabilidad de sus propios actos. Por ello deben sancionarse los crímenes, pero también las «mentiras» políticas. En Estados con una Constitución que regula la vida política es más fácil para el individuo comportarse según un «patrón moral», que en «tiempos tenebrosos». Precisamente tanto más difícil es pensar, juzgar y actuar bajo formas de gobierno no democráticas.
Hannah Arendt reflexionó ampliamente sobre las causas del totalitarismo. Sobre el terrible sufrimiento infligido por el nazismo a millones de judíos y otros, reconoció que semejante injusticia nunca podría ser resarcida por ningún derecho humano.
Arendt fue enviada como corresponsal del New Yorker a cubrir el juicio en Jerusalén contra Adolf Eichmann. Arrestado (secuestrado) en Argentina en 1961 por los servicios secretos israelíes fue conducido a Jerusalén para ser juzgado. Fruto de la asistencia a ese juicio, Arendt redactó una serie de artículos, y finalmente el libro.
En esta obra la autora estudia la cuestión judía y las razones del fenómeno nazi, a partir de juicio que en 1961 llevó a cabo el Estado de Israel contra Adolf Eichmann. Hace un repaso sobre la personalidad de Eichmann al tiempo que analiza su contexto social y político, así como su rigor intachable a la hora de organizar la deportación y el exterminio del pueblo judío y su colaboración en la aplicación de la “Solución Final”.
Arendt hace alusión al concepto “la banalidad del mal“, afirmando que cualquier persona mentalmente sana puede llevar a cabo los más horrendos crímenes cuando pertenece a un sistema totalitario. Por ejemplo, sólo por el deseo de ascender dentro de la organización y hacer carrera dentro de ella. Personas así actúan dentro de las reglas del sistema al que pertenecen sin reflexionar sobre sus actos. No se preocupan por las consecuencias de lo que hacen, sólo por el cumplimiento de las órdenes.
Vemos que el juicio nunca llegó a ser un drama, pero el espectáculo que David Ben Gurión se propuso ofrecer al público sí tuvo lugar, o, para decirlo de otro modo, las «lecciones» que pretendía dar a judíos y gentiles, a israelitas y árabes, al mundo entero, efectivamente se dieron. Gracias a Hitler, el antisemitismo está desacreditado, quizá no para siempre, pero sí por el momento, y ello se debe, no a que repentinamente los judíos se hayan ganado las simpatías del mundo, sino a que la mayoría ha comprendido, tal como dijo Ben Gurión, que «en nuestros tiempos, el antisemitismo puede abocarnos al uso de la cámara de gas y a las fábricas de jabón».
Durante la guerra, la mentira más eficaz para todo el pueblo alemán fue el eslogan de «la batalla del destino del pueblo alemán», inventado por Hitler o por Goebbels, que facilitó el autoengaño en tres aspectos: primero, sugirió que la guerra no era una guerra; segundo, que la había originado el destino y no Alemania, y, tercero, que era una cuestión de vida o muerte para los alemanes, es decir, que debían aniquilar a sus enemigos o ser aniquilados.
No fue hasta el estallido de la guerra, el 1 de septiembre de 1939, cuando el régimen nazi se hizo abiertamente totalitario y abiertamente criminal. Uno de los pasos más importantes en este sentido, desde el punto de vista orgánico, fue el decreto, firmado por Himmler, que fusionaba el Servicio de Seguridad de las SS, al que había pertenecido Eichmann desde 1934, y que era un órgano del partido, con la Policía de Seguridad del Estado, que comprendía la Policía Secreta del Estado o Gestapo.
Recordemos que Eichmann había sido un dirigente nazi responsable directo de la llamada “Solución Final” que causó el genocidio de millones de judíos inocentes. Desde el punto de vista técnico y de organización, la posición de Eichmann no era muy alta; su cargo solo llegó a ser de tanta importancia debido a que la cuestión judía, por razones puramente ideológicas, fue adquiriendo mayor importancia con el transcurrir de los días, las semanas y los meses de la guerra, hasta alcanzar proporciones fantásticas en los años de derrota, desde 1943 en adelante.
La obra de Arendt contiene profundas reflexiones sobre temas filosóficos y jurídico-penales que son universales. Dedica los primeros capítulos a la reconstrucción fáctica realizada durante el juicio.
Sin embargo el Tribunal no estaba interesado en aclarar cuestiones ¿Cómo pudo ocurrir?, ¿Por qué ocurrió? ¿Por qué las víctimas elegidas fueron los judíos? El objeto del juicio fue la actuación de Eichmann y no los sufrimientos de los judíos, ni siquiera el antisemitismo o el racismo.
Eichmann se declaró inocente en el sentido en que se le acusaba. Se creía culpable únicamente ante Dios, no ante la Ley. Consideraba injusta la acusación de asesinato, pues él no había asesinado a nadie. Fue un mero ciudadano que cumplió las leyes y las órdenes de Hitler. Lo hecho, hecho estaba, y no iba a negarlo, y él no se consideraba un canalla ni llevaba carga en la conciencia pues cumplió las órdenes recibidas.
La autora nos recuerda que todas las acciones estaban respaldadas en leyes, decretos y reglamentos. Lo criminal se volvió legal desde el punto de vista normativo interno. Estábamos ante la presencia de un Estado criminal, por lo que desobedecer la norma era un delito. Arendt también critica la labor de los Consejos Judíos que allanaron el terreno para la maquinaria de exterminio nazi.
Los psiquiatras concluyeron que era un hombre normal, no era un caso de enajenación ni tampoco de odio hacía los judíos, ni un fanático antisemita. Pero nadie le creyó. Sin embargo Arendt, se empeña en dejar claro que el acusado no es el monstruo que se quiso presentar, sino uno más de entre tantos burócratas del nazismo, que a fuerza de eficiencia y ubicuidad pretendían escalar en la pirámide del poder estatal alemán. Un hombre ordinario, despreciado por muchos colegas y jefes, inofensivo y hasta refractario al uso de la violencia en lo cotidiano, que mostró ser muy eficiente en cuanto se le encargaba.
Renhardt Heydrich era el verdadero arquitecto de la “Solución Final”. Tras las primeras medidas contra los judíos, en marzo de 1938, Eichmann asume la tarea de organizar “la emigración forzosa”. En ese proceso de expulsión, el acusado manifestó que consideraba a los judíos como adversarios con respecto a los cuales tenía que encontrarse una solución justa y mutuamente aceptable, enfocándolo en cuanto al territorio en que podrían vivir. Para ello, trabajaba con enorme ánimo en conseguir la solución. ¿Quién, sino él, había salvado a miles y miles de judíos? ¿Qué, si no fue su celo en esta tarea, había permitido que muchos escaparan a tiempo?.
A partir de 1939, el acusado se afana en conseguir llevar a cabo el “Proyecto Madagascar”, plan consistente en evacuar cuatro millones de judíos de Europa hacia dicha isla de África (cuestión a todas luces inviable dado que era posesión francesa y precisaba enorme logística para el embarque de tantas personas en plena guerra).
Y ya, tras lanzar el ataque contra la URSS, Heydrich transmite a Eichmann las instrucciones del mariscal del Reich Hermann Göring, en el sentido de que el Führer había ordenado el exterminio físico de los judíos. Hasta entonces era alto secreto, y él no sabía nada.
En todos estos procesos, Eichmann no se dedicó a matar, sino a transportar. Quedaban las dudas de si, al menos desde el punto de vista legal, Eichmann sabía el significado de lo que hacía, y también si era capaz de apreciar la enormidad de sus actos. Es más, Eichmann, durante el interrogatorio afirmó que el pecado imperdonable no era el de matar, sino el de causar dolor innecesario.
Las deportaciones del Reich fueron la antesala de los Centros de exterminio, verdaderos escenarios de los sufrimientos judíos, ámbito en el que también se juzgaron las posibles responsabilidades de Eichmann.
Tras la conferencia de Wannsee (1942) en la que se perseguía la eficiente colaboración entre todos los Ministerios para llevar a cabo la “Solución Final”, la propuesta fue recibida con gran entusiasmo por todos los presentes, e incluso pugnaban por destacar en aquel asunto; Eichmann se sintió como Poncio Pilatos, ya que se sentía libre de toda culpa ¿Quién era él para juzgar? Rápidamente se convirtió en un experto en evacuaciones forzosas, y según afirmó, lo que más contribuyó a tranquilizar su conciencia fue el simple hecho de no hallar a nadie, absolutamente a nadie, que se mostrara contrario a la “Solución Final”.
El papel desarrollado por los dirigentes judíos, facilitando listas de individuos de su pueblo, los bienes que poseían y demás información, queda en entredicho. Se creían capitanes cuyos buques se hubieran hundido si ellos no hubieran sido capaces de llevarlos a puerto seguro, y que con el sacrificio de cien mil hombres salvaron a mil, aquellos que formaban parte de su propia estructura (funcionarios) y los judíos prominentes. ¿Por qué colaboró aquella gente en la destrucción de su propio pueblo? En este sentido la obra de Arendt incorpora además una crítica contra los líderes de algunas asociaciones judías (Consejos judíos), a las que achaca que no contribuyesen de manera más activa a salvar más vidas, y facilitaron información a los nazis a fin de salvar las suyas propias.
Eichmann repitió numerosas veces que él se limitó a cumplir con su deber, no sólo obedecía órdenes, sino que también obedecía la Ley. Cuando declaró que siempre había seguido los preceptos morales de Kant, en especial con la definición kantiana del deber, la afirmación resultaba indignante e incomprensible, ya que la filosofía moral de Kant está tan estrechamente unida a la facultad humana de juzgar, que elimina en absoluto la obediencia ciega. También declaró que su colaboración en el juicio, perseguía aliviar la carga de culpabilidad de la juventud alemana, ya que él consideraba que las actuaciones desarrolladas se enmarcaban en la guerra impuesta al tercer Reich.
Eichmann fue condenado por los quince delitos de los que fue acusado, aunque le absolvieron con respecto a ciertos actos concretos. En todo caso Eichmann consideraba que el Tribunal no le había comprendido. El jamás odió a los judíos, y nunca deseó la muerte de un ser humano. Su culpa provenía de la obediencia y la obediencia es una virtud harto alabada. Los dirigentes nazis habían abusado de su bondad. El no formaba parte del reducido círculo directivo, él era una víctima.
Se le sentenció a pena de muerte y, tras los procesos de apelación y petición de clemencia, fue ejecutado inmediatamente.
Desde el punto de vista de las instituciones jurídicas y de los criterios morales la normalidad que se le suponía al acusado resultaba mucho más terrorífica, en cuanto implicaba que este nuevo tipo de delincuente comete sus delitos en circunstancias que casi le impiden saber o intuir que realiza actos de maldad.
Aunque la mala fe de los acusados era manifiesta, la única base que permitía demostrar materialmente que su conciencia no estaba limpia estaba constituida por el hecho de que los nazis se dedicaron con gran ardor a destruir las pruebas de sus delitos en el curso de los últimos meses de la guerra.
Arendt también hace referencia en su obra a la extrema complejidad del carácter humano. Llegó a decir «ahora sabemos que hay un Eichmann en cada uno de nosotros». Reflexionando sobre ello escribe en su libro: “Lo más grave en el caso de Eichmann, era precisamente que hubo muchos hombres como él, y que estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales”.
Adolf Eichmann no mostró durante el juicio ningún sentimiento de culpa o de arrepentimiento. Dijo que sólo se limitó a hacer su trabajo y a obedecer órdenes. Como Hannah Arendt dice en su libro, “Él cumplió con su deber…; no sólo obedeció las órdenes, también obedeció a la Ley”. No comparte la idea de que los criminales fueran manifiestamente psicópatas y diferentes de la gente normal.
El cumplimiento del «deber» al fin le condujo a una situación claramente conflictiva con las órdenes de sus superiores. Durante el último año de la guerra, más de dos años después de la Conferencia de Wannsee, Eichmann padeció su última crisis de conciencia. A medida que la derrota se aproximaba, Eichmann tuvo que enfrentarse con hombres de su propia Organización que pedían insistentemente más y más excepciones, e incluso la interrupción de la “Solución Final”. Este fue el momento en que abandonó las precauciones y, una vez más, se permitió tener iniciativas; por ejemplo, organizó las marchas a pie de los judíos desde Budapest hasta la frontera austríaca, después de que los bombardeos de los aliados hubieran desbaratado el sistema de transportes.
En Jerusalén, al tener Eichmann las pruebas documentales de su extraordinaria lealtad a Hitler y a las órdenes del Führer, intentó, en diversas ocasiones, explicar que en el Tercer Reich «las palabras del Führer tenían fuerza de Ley», lo cual significaba, entre otras cosas, que si la orden emanaba directamente de Hitler no era preciso que constara por escrito. Eichmann procuró explicar que esta era la razón por la que nunca pidió que le dieran una orden escrita del Führer (jamás se ha podido hallar un solo documento de tal índole, referente a la “Solución Final”, y probablemente nunca lo hubo). En aquel contexto «jurídico», toda orden que en su letra o espíritu contradijera una palabra pronunciada por Hitler era, por definición, ilegal. En consecuencia, la posición de Eichmann ofrecía un extremadamente desagradable parecido a la de aquel soldado, tantas veces citado, que hallándose en una situación normalmente legal, se niega a cumplir órdenes que son contrarias a su ordinario concepto y experiencia de lo que es legal, por lo cual las considera criminales.
Como es lógico, Eichmann sabía que la inmensa mayoría de sus víctimas eran condenadas a muerte. Pero, como sea que la selección de los judíos que debían dedicarse al trabajo era efectuada por los médicos de las SS sobre el mismo terreno, y que, por otra parte, las listas de deportados eran elaboradas por los Consejos judíos o por la policía de orden público, en sus países de origen, pero jamás por Eichmann o por los hombres de su oficina, la verdad era que Eichmann carecía de autoridad para determinar quiénes debían sobrevivir y quiénes debían morir. Ni siquiera podía saberlo. El problema consistía en concretar si Eichmann había mentido al decir: «Jamás he dado muerte a un judío, ni tampoco a un no judío… Nunca di orden de matar a un judío, ni de matar a un no judío». La acusación, incapaz de comprender la posibilidad de que un asesino de masas jamás hubiera dado muerte a un individuo (y en el caso particular de Eichmann, que tal asesino ni siquiera tuviera las agallas necesarias para matar), intentó constantemente probar que Eichmann había cometido asesinatos concretos, individuales.
Tiene gran importancia el hecho de que en todo gobierno totalitario sea esencial, quizá propio de la naturaleza de toda burocracia, transformar a los hombres en funcionarios, y simples ruedecillas en la maquinaria administrativa, y, en consecuencia, deshumanizarles.
Eichmann actuó en todo momento, dentro de los límites impuestos por sus obligaciones de conciencia: se comportó en armonía con la norma general: examinó las órdenes recibidas para comprobar su manifiesta legalidad, o normalidad, y no tuvo que recurrir a la consulta con su conciencia, ya que no pertenecía al grupo de quienes desconocían las leyes de su país, sino todo lo contrario. No se aceptó que su labor fuese fruto de la obediencia, ya que eso sería, de alguna manera, exculparlo, algo que desde el punto de vista moral no sería aceptable y desde el punto de vista jurídico sería inaceptable.
En cuanto al concepto de “banalidad del mal”, contrariamente al malvado y perverso ser que esperaban encontrar, el acusado se mostró durante el juicio como un hombre más bien mediocre desde el punto de vista intelectual, y cuya labor pareciera más próxima a la de un “terrible” por las consecuencias, burócrata, que incluso antes de desempeñar su cruenta labor, había ayudado a un buen número de judíos a escapar. Esto es, demostró, según su opinión, algo importante: muchos malhechores son personas normales.
Cuando Arendt habla de la banalidad del mal, lo hace solamente a un nivel estrictamente objetivo, y se limita a señalar un fenómeno que, en el curso del juicio, resultó evidente. Eichmann carecía de motivos, salvo aquellos demostrados por su extraordinaria diligencia en orden a su personal progreso. Y en sí misma, tal diligencia no era criminal.
Si bien Arendt está de acuerdo con la imposición de la pena de muerte al acusado, surge un nuevo interrogante: ¿es admisible que el Estado imponga la pena máxima? Aquí la autora apela al pensamiento kantiano, buceando en las ideas de justicia absoluta y trascendental, las razones para legitimar tan drástica decisión.
Sin lugar a dudas, su visión e interpretación, debió despertar adhesiones y animadversión entre quienes leyeron y evaluaron su obra.