Al igual que sucede en la actualidad, en la Antigua Roma la llegada a la vejez era afrontada de distinta manera por parte de sus ciudadanos, debido sobre todo a su diferente status social.
Hay que decir que sobre todo se trataba de una época en que era patente el respeto a las personas mayores, hecho que se concretaba en una mayor presencia e importancia de su papel social. Su experiencia le confería una gran autoridad a su figura como “pater familia”. Con el paso del tiempo la situación fue cambiando llegando a producirse situaciones en las que los jóvenes, sobre todo por ambición, detestan a los ancianos que han alcanzado cotas de alta dignidad y poder.
El hecho de envejecer no ha recibido la misma consideración a lo largo de la historia, cada época ha marcado un antes y un después en la forma de asumir el envejecimiento. Por otro lado, tampoco ha sido lo mismo envejecer para hombres que para mujeres.
También conviene analizar la situación de la población en aquellos tiempos. Obviamente, la esperanza de vida era menor, por lo que la consideración de persona anciana se situaba en edades más tempranas que en la actualidad. Los datos poblaciones disponibles no son tan fiables, como los más cercanos en el tiempo. Parece ser que la esperanza de vida estaba entre los 40 o 41 años, según se desprende a estudios de estelas funerarias como las de Tarquinia, al norte de Roma. También parece confirmado que la esperanza de vida de los hombres era superior a las mujeres, situación achacable sobre todo a la alta tasa de mortalidad que sufrían las mujeres durante el parto. Abundaban así los viudos, y de ahí los numerosos matrimonios entre ancianos y jóvenes mujeres.
En la antigua Roma los ancianos tuvieron un papel de suma importancia, especialmente en el ámbito político y social, ya que contaban con una serie de privilegios que les otorgaba el derecho romano. Se consideraba que los mayores tenían un don divino y una gran sabiduría por lo que en aquella estructura social ocupaban puestos de privilegio. Los ancianos contaban con auctoritas (prestigio) y se relacionaba con los patres familias.
Dentro de la cultura romana, desde los propios inicios de la misma, la figura del pater familias concedía especiales poderes a los ancianos en el ámbito privado de la familia. El derecho romano les concedía el “sui juris”, es decir de propio derecho, mientras el resto de la unidad familiar quedaba como “alieni juris”, es decir persona sometida al poder familiar.
El pater familias era la cabeza de familia, el miembro masculino de más edad y poseía el poder absoluto sobre toda la familia, siendo su autoridad ilimitada y llevando a cabo acciones de tipo judicial ente sus miembros, entre ellas la condena a muerte. Estos poderes durante la República explican el papel esencial de los mayores en aquella sociedad, lo que por el contrario generaba tensiones con los hijos deseosos de liberarse. Así surgieron conflictos generacionales, por cierto tan tratados en la comedia latina.
Por lo tanto, la figura masculina ganaba poder con la edad, y al llegar a anciano bajo él quedaban su esposa, hijos y nietos. Un pater familias podía echar de casa a sus hijos y nietos, podía venderlos como esclavos, e incluso abandonarlos al nacer sin caer en delito. Además, aportando ciertas pruebas, que parecían escuetas, podía condenar a muerte a cualquier miembro de su familia.
Hay un deseo de perpetuarse en los descendientes para continuar el nombre y el honor de la familia, por lo que los nietos se consideran un regalo para los abuelos, quienes confían en que estos honren su estirpe.
Es evidente que las mujeres ancianas de Roma carecían de este poder. Pero no es difícil comprender que poseían otro, que emanaba de la igualdad jurídica con el resto de los componentes de la familia. Es decir, nietos, e hijos veían en las ancianas un personaje clave en el equilibrio familiar, al tener sus mismos problemas ante el pater familias, pero con una dosis de experiencia a la que el resto de miembros acudía en caso de problemas familiares. El principal problema para las ancianas era al quedar viudas, ya que quedaban solas sin el paraguas protector del hombre.
A partir del siglo I a.C. empezó un período de inestabilidad en todos los ámbitos. El papel y funciones del pater familias se empezó a poner en cuestión, y en consecuencia a disminuir sus prerrogativas. Así muchas de sus competencias pasaron a serlo de la justicia común. La patria potestas se va debilitando durante el Alto imperio: los miembros de la familia podían denunciar ante el magistrado los abusos del pater. Así, los hijos adquieren personalidad jurídica y se va desmantelando la potestad que el padre tenía de por vida.
Pero como otras tradiciones romanas, la figura del pater familias pierde poder progresivamente durante el periodo imperial. A través de los años se va reglamentado esta figura, de tal forma que en el siglo II d. C., ya podían ser denunciados de abusos de autoridad. Por otro lado, las leyes romanas comenzaron a legislar la institución familiar, la vida, la muerte, o la venta de los hijos estaban ahora sujetas a la legalidad. La figura pierde todo su carácter público, aunque se conserve dentro de la institución familiar. En definitiva, la autoridad de los ancianos pasa a ser moral, pero la ley, ya no le ampara para poderla aplicar.
Durante la República Romana los ancianos tuvieron enorme poder, ya que la institución del Senado, aunque no dejara de ser una institución consultiva, estaba compuesta por hombres con probada experiencia en los principales cargos políticos, ya que, para ser senador había que haber pasado por una magistratura curul. Los senadores eran los más reputados ancianos de Roma, y ejercían su poder e influencia en las decisiones de los magistrados, desde cónsules a tribunos se dejaban guiar por las propuestas de los senadores. Son muchos los casos de destacados ancianos que ejercieron su poder. Como por ejemplo Catón el viejo, tras pasar por todas las magistraturas, habidas y por haber, se mantuvo hasta su muerte con 85 años dirigiendo como mano firme los designios del Senado Romano. Por otro lado, cuando peor era la situación de Roma, se solía dejar el poder en manos de ancianos. Sirva como ejemplo el de Fabio Máximo, que con más de 60 años y con Aníbal amenazando de entrar en la ciudad de Roma, fue proclamado dictador de Roma, es decir se le concedieron todos los poderes temporalmente. Con sabiduría, templanza y serenidad supo evadir el contacto directo con los ejércitos cartagineses, acusado por algunos de cobarde, tal acción pudo servirle a Roma para librase de su enemigo más importante durante toda la historia de la República.
Con la llegada del periodo imperial el poder de los ancianos comienza a disminuir, al menos como grupo social. El Senado, que en tiempos de César había llegado a contar con 900 senadores, pasa con el Imperio a un segundo plano. Ahora el principal grupo de poder se ve reducido en número, ya que el “consilium principis”, institución que aconseja al emperador, son menos de 50 miembros, además de ellos solo unos 20 eran senadores, el resto provenía de la clase social de los équites, en la que se ascendía más rápidamente.
El poder de los ancianos en el periodo Imperial se puede considerar que fue mayoritariamente a título individual. Podemos fijarnos en el principal, el emperador. Los emperadores del siglo I, los podemos considerar que ejercieron el poder hasta bien llegada su ancianidad. Augusto hasta los 76 años, su sucesor Tiberio hasta los 77 años, o Galba que tenía 73 años el día de su investidura son solo algunos ejemplos. En el siglo II empiezan el declive, se pueden decir que recién “jubilados” ya morían, tanto Trajano, como Adriano o Marco Aurelio tenían poco más de 60 años el día de su muerte. A partir del siglo III, como es sabido ser emperador de Roma, era una profesión de riesgo, ser anciano ya no era sinónimo de poder, ni siquiera dentro de la política.
En general, se puede decir que en Roma había una visión positiva del anciano; éste tenía una gran autoridad, especialmente dentro de la familia y como responsable de los esclavos. Pero por otro lado, también fue visto como una autoridad amenazante. Durante la República se delegó el poder político a los hombres de avanzada edad, pero en el siglo I a.C. los valores predominantes en la sociedad romana sufrieron un cambio y los ancianos que habían gozado de tanto poder de decisión, dentro y fuera de la familia, sufrieron un declive y fueron menospreciados. Aunque no fue un sentimiento extendido en su conjunto, puesto que la sociedad romana se caracterizaba por la tolerancia, el poder de adaptación social y porque juzgaban a la persona individual y no al colectivo.
Durante los primeros años del cristianismo los ancianos continuaron gozando de cierto poder y respeto, pero en el siglo V otro cambio afectaría a la visión que se tenía sobre la vejez, y los ancianos entran en declive y la vejez empieza a verse de nuevo de manera negativa y pasa a formar parte de una etapa de la vida que la sociedad rechaza. El cristianismo no otorga un buen papel al anciano, pero en cambio logra transmitir una gran preocupación por su cuidado. Sin embargo, la mujer anciana y además sola, era rechazada socialmente.
En Roma, la presencia y relevancia de los ancianos se ve reflejada en el respeto al Senado y sus ancianos. Hay que recordar que en Roma los cargos públicos se concebía como una carrera de grados (cursus honorum). Hacía falta un mínimo de 46 años para ser senador, lo que provocaba que la media de edad fuera bastante alta. Al final de la República todo eso fue perdiéndose; tanto los jóvenes como otros ciudadanos lejos de la península itálica querían tener esas cuotas de poder y, aunque su imagen no se difuminó, su poder disminuyó progresivamente.
En general podemos decir que la idea que se tenía en la Roma antigua de la vejez respondía a dos cuestiones:
- La vejez significa madurez, sensatez frente a la locura de la juventud; el que sabe elevarse por encima de los placeres de la vida y alcanzar la sabiduría espiritual. Sería, por tanto, el mejor gobernante. Platón fue un gran defensor de esta posición.
- El viejo es un decrépito; el final de un proceso vital, fuente de dolor y sufrimiento. Y, como diría Aristóteles, es tan fiable como cualquier otro.
Los médicos de la Antigua Roma, no destinaban muchos esfuerzos a mejorar la vejez de los ancianos. Se han recogido escrito de un tal Aulo Cornelio Celso, supuesto médico coetáneo del emperador Augusto, y que afirmaba que los ancianos tenían todas las enfermedades crónicas; reuma, problemas con la orina, dolores de riñones, dificultades respiratorias, dolores de espalda y mala circulación. Sus recetas resultan, a la vista de hoy en día, cuanto menos curiosas: bañarse en agua caliente y beber vino no rebajado, y para la vista cansada frotarse los ojos con miel.
Y hablando de médicos de la época y su visión de la veje, sin duda el más ilustrativo resulta ser Galeno de Pérgamo, quien afirma que el cuerpo es una mezcla de sangre y semen, a medida que se envejece pierde la vigorosidad y se deshidrata. Cuando los huesos se quedan secos, ya no crecen más, en ese momento los vasos sanguíneos se expanden y el cuerpo se fortalece. Como el desecado no cesa, la persona se empieza a adelgazar y arrugar, sus miembros se tornan cada vez más débiles. Nadie se puede librar de este proceso natural, y como tal los achaques de este proceso no hacen falta que sean tratados.
No hace falta decir, que la mayoría de los ancianos no llegaban a ser ni senadores, ni emperadores, ni cónsules, ni siquiera ediles. Sobre esta mayoría de ancianos la única fuente que nos pueden servir para saber cómo eran y cómo vivían es la literatura romana, en la que por cierto no salen muy bien parados.
En cuanto a la visión de la muerte por parte de aquellos ancianos, la mejor referencia la podemos encontrar en Cicerón, quien ya con 62 años escribía: “la vejez significa la cercanía de la muerte. ¿Morir? ¡Bonito asunto! Una de dos: o no hay nada después de la muerte, y en este caso no hay que temerla, o ella es la puerta para la vida eterna, y en este caso hay que desearla”.
En el ámbito de la literatura, tal vez la mejor obra sobre la vejez sea la de Cicerón: “Catón Mayor o de senectute”. Cicerón era un filósofo, escritor, excelente orador y político. Y en esta obra hace una apología a la vejez, en boca de Catón el Viejo, quien a sus ochenta años hace una reflexión sobre la existencia y la vivencia de la ancianidad, elogiando esta etapa de la ida, afirmando que el carácter y no la vejez es el responsable de sus achaques. De esta obra recogemos el siguiente párrafo:
“Escuchemos a los ancianos. Nos pueden enseñar mucho, aunque ya no tengan ningún poder… ni siquiera pueden evitar que sus pensiones pierdan poder adquisitivo o pierdan su casa por desahucio porque querían ayudar a sus hijos o, como narra Amour de Haneke, el final, ese final que no es heroico, ni hermoso, ni épico, ni bueno que les espera a la vuelta de la esquina, que nos espera a todos algún día. Mientras tanto, carpe diem…”
5 comentarios