¡Lo peor del ser humano… si es que puede ser llamada ser humano…!
Cuando se habla sobre los horrores de la barbarie nazi, se suele pensar en hombres, como Mengele, pero también en la ejecución de actos sumamente deleznables, encontramos mujeres que actuaron como verdugos y ejecutores. Con esa publicación vamos a intentar hacer una exposición sobre la figura y “actividad” desarrollada por Maria Mandel, conocida por ser la SS-Lagerführein (líder del capo) en el campo de exterminio de Auschwitz-Bikernau, en tierras polacas.
Maria Mandel fue una guardia femenina de las SS nazi con alto rango en el campo de exterminio de Auschwitz (Polonia). Fue la responsable de la muerte de, aproximadamente, 500.000 mujeres civiles, entre ellas judías, gitanas y prisioneras políticas, de acuerdo con la Biblioteca Virtual Judia.
Empecemos conociendo su biografía y trayectoria:
Maria Mendel nació en día 10 de enero del año 1912, en un pequeño pueblo austríaco, Münzkirchen, en el seno de una modesta familia de artesanos. Esta región de Austria del Norte era parte del Imperio Austrohúngaro. Su padre era Franz Mandel, un zapatero, mientras su madre tenía negocios de herrería. María era la pequeña de cuatro hermanas. Se crió, junto con sus padres y hermanos en la religión católica, y no hay constancia de que fuese víctima de desdicha particular durante su infancia y juventud.
Creció sin grandes carencias, recogiendo una adecuada educación. Al terminar los estudios en su ciudad se trasladó a estudiar al colegio de Bürgerschule, un tipo de centro donde preparaban a los alumnos para desempeñar labores comerciales y artesanales.
Maria era una joven atractiva, con buena labia y una personalidad zalamera y aduladora, lo que en el futuro le ayudaría a progresar dentro del régimen nazi. Dotada de una gran inteligencia, de ese físico aterrador y con un carácter inflexible.
Finalizado su período de formación académica, ante la falta de oportunidades laborales, María regresó a su casa, aunque por poco tiempo dada la difícil relación que mantenía con su madre.
De nuevo fuera de su hogar familiar, encontró un trabajo en Correos, pero (increíblemente viendo su trayectoria posterior) lo perdió por no considerarla lo “suficientemente nacionalsocialista”.
En el año 1938 Maria consiguió un puesto de trabajo como guardiana (ausfseherin) en el centro de internamiento de Lichtenburg. Allí formaba parte del grupo cincuenta mujeres guardianas del centro. Pasado un tiempo y al constatarse la insuficiencia del recinto para acoger el creciente número de prisioneros, el régimen nazi procedió a la construcción de un nuevo campo, el de Ravensbrück (el Puente de los cuervos, en alemán), en 1938, lugar al que se incorporaría Maria Mandel, y donde empezaría a mostrar sus primeras inclinaciones brutales y sádicas con las internas del campo.
En Ravensbrück, Mandel empezó a participar en experimentos médicos con las reclusas, muchos de los cuales terminaban con la muerte de las reclusas.
Durante aquellas largas jornadas en el búnker de Ravensbrück, las internas sufrían flagelaciones en tandas de 25, 50, 75 y 100 golpes cada una, hasta que caían exhaustas. Siempre las obligaba a contar en voz alta pero ninguna lograba llegar al número 10. La mayoría moría por hipotermia tras abandonarlas al aire libre en pleno invierno.
Las atrocidades consistían en acciones como crearles una discapacidad permanente, adelantarles la menopausia o provocar su infertilidad, hasta romperles huesos y músculos para después suturárselos en carne viva. La mayoría de aquellas víctimas morían sobre la mesa de operaciones después de una larga agonía para después llevarlas al crematorio. Ravensbrück era el infierno.
Neus Catalá, una de las supervivientes españolas encerrada en Ravensbrück, recuerda aquellos momentos donde el frío y la muerte asediaban a las mujeres: “Muchos días nos quedamos allí hasta las nueve de la mañana desde las cuatro de la madrugada. Sin haber bebido más que una agua que no era ni tan siquiera caliente. Un agua que llamaban café, una cosa amarga que debía ser ortigas secas, yo que sé. Y nada más, con eso en el cuerpo, vestida de aquella manera que no te abrigaba nada, sube hacia allí para estar tantas horas así. Cada día caían mujeres, cada día caían mujeres muertas. Cada día. Un día llegamos a estar a 30 grados bajo cero”. El Puente de los Cuervos no era de este mundo, no podía serlo. Toda aquella miseria, putrefacción, enfermedades y crímenes… “Aquellas mujeres eran calaveras que nos miraban. Solo veías luz, ojos y calaveras. Y aquellas mujeres que nos miraban yo decía pero, ¿eso qué es? Hay muertos que nos están mirando. Tan tétrico… No hay nombre, el sufrimiento moral, aquel abandono… Salías del mundo. Decíamos, que salíamos del mundo, que allá ya no era el mundo”, recuerda esta exiliada republicana capturada en la resistencia francesa. Ella fue una de las “afortunadas” en librarse de la cámara de gas, aunque no de las múltiples torturas a las que fue sometida en sus años en este centro de exterminio.
En el año 1942 es trasladada al campo de Auschwitz, donde entró con el mismo rango, el de Oberaufseherin, recibiendo el encargo de crear un campo para las mujeres, el de Birkenau del que fue la líder (Lagerführerin). El desempeño en su trabajo impresionó rápidamente a sus superiores, quienes la promovieron a SS-Oberaufseherin (Supervisor Senior) en julio de 1942, un cargo de comando apenas inferior al del propio comandante del campo, Rudolf Höß.
Allí conocería y simpatizaría con otra criminal nazi, Irma Grese, a quien ayudará a ascender progresivamente hasta el puesto de jefa del campamento de judías húngaras en Birkenau. Irma Grese fue considerada como la mayor asesina de la historia.
Las instalaciones que mandó construir Maria eran más inhumanas, si cabe, que las que había en Auschwitz I. A los malos tratos físicos de los que ella se encargaba personalmente, se unían las bajas temperaturas, la humedad, la falta de agua corriente… Las muertes por tifus, hipotermia e infecciones varias, estaba a la orden del día. Ni que decir tiene que Maria nunca perdió un sólo minuto en encontrar una solución digna para sus víctimas.
Maria Mendel se encargaba de pasar revista a las reclusas. Las que no superaban estas agotadores sesiones eran trasladadas al búnker de castigo, donde eran humilladas hasta la extenuación mediante todo tipo de flagelaciones en tandas de 25, 50, 75 y 100 golpes cada una, hasta que caían exhaustas. Durante el castigo, eran obligadas a contar en voz alta, aunque ninguna lograba llegar hasta diez. La culminación a estos actos de sadismo terminaba cuando Maria se paraba frente a las reclusas esperando que alguna se atreviera a mirarla a los ojos. Pero ninguna se atrevía a hacerlo, ni dejaba de hacer su trabajo por estar cansada y, ni mucho menos, se atrevían a contradecir sus órdenes. Hacerlo significaba la muerte.
No solo pasaba revista en los barracones, sino que además se encargaba de la selección de las reclusas que iban directamente a la cámara de gas. Derecha, izquierda, derecha, izquierda… Así distribuía a aquellas mujeres que iban a morir o a seguir viviendo. Según recuerda una superviviente del campo: “Era capaz de pasar horas en esa posición, la que rompía ese rito… desaparecía. Jamás volvíamos a saber de ella. De la cámara de gas pasaba al horno crematorio”.
Los niños tampoco se salvaban de la criba. Ya lo dijo el Reichsführer Himmler: “hasta el niño judío en la cuna debe ser pisoteado como un sapo venenoso. Vivimos en una época de hierro en la que es necesario barrer con escobas de hierro”. Sin embargo, Mandel en un momento de lucidez quiso salvar a un pequeño gitano de cuatro años al que cuidó como si fuese su propio hijo. Algunas supervivientes recuerdan que la guardiana llegó a quererle, pero esa puntual ternura, no logró ablandar por completo su corazón de hierro. Poco después, le mandó asesinar.
Todos sus movimientos infundían pánico, incluso entre sus propios camaradas que evitaban encontrarse con ella. Además, la música clásica siempre acompañaba sus fechorías. La pasión de Mandel por Puccini era casi obsesiva y esto le llevó a crear la primera “Orquesta de Mujeres de Auschwitz”, cuya principal tarea era tocar a la entrada del campo, durante las selecciones a la cámara de gas, en los pases de revista, durante los trabajos forzados, durante las torturas y asesinatos, y cuando se producía la llegada de algún miembro importante del Tercer Reich. Incluso como afirma la superviviente Lucie Adelsberg, hacía marchar a las reclusas al ritmo de la música después de haber estado trabajando durante horas y a la que no lo hacía la exterminaba. La única recompensa para las reclusas que formaban parte de la orquesta, era que eran tratadas un poco mejor que el resto de mujeres del campo. Odiaba tanto a los judíos como amaba la música, de ahí que la creación de la orquesta, bajo la dirección de la famosa violinista Alma Rosé, sobrina de Gustav Mahler, a la que salvó de la cámara de gas al rescatarla del Bloque 10 –el temido barracón de los experimentos de Mengele–, obviando su condición de mischlinge, una mezcla de razas ilegal y venenosa según las leyes raciales nazis. Mandel podía llorar con un aria de Madama Butterfly, con el Rêverie de Robert Schumann, las Czardas de Vittorio Monti o los Aires Gitanos del español Pablo de Sarasate, pero nunca con el asesinato de presos. A veces, disfrutaba combinando ambas pasiones, como cuando ordenaba a las prisioneras cantar el Horst Wessel Lied, el himno nazi, durante los pases de revista o los procesos de desinfección.
Paseaba por el campo de concentración acompañada de su látigo, vestía falda conjuntada con botas con punta de acero y unos guantes blancos que solían acabar la jornada teñidos de rojo.
Resulta cuanto menos curioso, que una de las preocupaciones de Mendel tuviese que ver con la salubridad del campo. Se preocupaba por la escasez de alimentos, pero sobre todo sobre el hecho de que tras cada ejecución, los “pijamas a rayas” de las presas no fuesen incinerados junto con los cadáveres, sino que eran aprovechados por otras reclusas que acababan intoxicadas por los vapores del gas zyklon B que desprendía la ropa. Así que la obsesión de esta supervisora, no era otra que realizar sendas desinfecciones para que los contagios no se siguieran propagando. Uno de ellos ocurrió en el invierno de 1942-1943. Concretamente, un domingo muy frío donde, como venía siendo costumbre, Mandel pasó revista en el Frauenkonzentrationslager a las cinco de la madrugada. En un santiamén, la perturbadora desinfección se volvió trágica cuando tras las órdenes de la SS-Lagerführerin unas 1.000 prisioneras murieron congeladas. Además, durante las largas horas que duraba la fumigación, la Bestia se entretenía pegando tiros a determinadas reclusas asesinándolas en el acto.
Se ganó el respeto de sus camaradas y el miedo de sus inferiores. Se ganó el apodo de la “bestia de Auschwitz”, vio crecer en sus manos el poder y el sadismo que utilizó contra sus “mascotas judías”, denominación con la que se refería a los presos que tenía a su cargo.
En Auschwitz, la escritura estaba prohibida para los presos como lo estaba llorar, contestar, cuchichear, esconder comida o suicidarse contra la alambrada electrificada. Pero el exterminio justificaba la excepción. Mandel se encargaba de entregar a los recién llegados unas postales para que escribieran a sus familiares. Mentiras con matasellos, las denominaban los presos, mentiras para alimentar el desconocimiento, el mejor aliado de las SS para su maquinaria del terror. Lo reconoció Rudolf Vrba, uno de los presos que, junto a Alfred Wetzler, logró escapar del campo en abril de 1944 portando consigo documentos, fotografías y mapas de las cámaras de gas y los crematorios: “Auschwitz solamente ha sido posible porque la víctimas que llegaban no sabían lo que ocurría aquí”. Por eso Mandel obligaba a los prisioneros a fechar sus postales en otro lugar. Cuando esas postales eran enviadas, con el único fin de conocer el paradero de los judíos que aún no habían sido detenidos y deportados, sus remitentes ya estaban muertos. Pero hubo una prisionera que convirtió esa farsa en un pasaporte a la supervivencia: Ella –nombre de ficción pero basado en hechos reales– llegó al campo en septiembre de 1943. Gracias a su conocimiento de idiomas y a una perfecta caligrafía, entró como copista en el Bloque de Música así como en el Bloque Kanada, el almacén donde iban a parar los equipajes de los deportados. El hallazgo de un mensaje de despedida, oculto en el dobladillo de un abrigo infantil, hizo que Ella empezara su particular resistencia: escribir en el reverso de las postales y las fotografías que encontraba entre las pertenencias de los presos, los nombres de las personas que estaban siendo asesinadas; escribiendo sus nombres, mantendría viva su memoria. Después, escondía esas postales en la tierra del campo. Fueron muchos los presos que enterraron en ese suelo pantanoso mensajes, fotografías y cartas, por miedo a que un día todo aquello desapareciera, ellos los primeros, sin que el mundo conocería lo que allí había sucedido. Auschwitz-Birkenau estaba construido en mitad de un bosque de abedules, un Birkenwald. Lo que quizá desconocían los nazis es que el abedul se enraíza y prende en los terrenos más desolados y, con el tiempo, logra repoblar la tierra arruinada con nueva vida.
En Auschwitz, ejerció el control directo sobre todos los subcampos de mujeres. El poder que tenía sobre el resto de prisioneras y subalternas era total.
Tras dos años en Auschwitz, Mandel ya había obtenido la Cruz al Mérito Militar de Segunda Clase La muerte de Alma Rosé precipitó la desaparición de la Orquesta de Mujeres, al igual que la rebelión de los Sonderkommandos el 7 de octubre de 1944, con la voladura del Crematorio IV, anticipó la salida de la Bestia hacia el subcampo de Mühldorf, en Dachau. En este nuevo destino, Mandel continuaría con las torturas y su tarea de selección para las cámaras de gas.
Pero en este nuevo destino permanecería escasos meses, ya que en 1945, y ante la inminente llegada de la ofensiva aliada, Mandel decidió huir, a través de las montañas del sur de Baviera, rumbo a su ciudad natal, pero la libertad le duró poco, tras diez días de huida, sería captura por el ejército norteamericano el 10 de agosto de 1945. Fue interrogada concienzudamente y estuvo detenida durante aproximadamente un año. En octubre de 1946 fue trasladada a Polonia, donde sería juzgada por crímenes contra la humanidad.
El juicio a Mandel
La vista judicial contra Mandel, por crímenes contra la humanidad, se inició en la Corte de Cracovia (próxima a Auschwitz) en noviembre de 1947.
El juicio permitió que las voces de las mujeres represaliadas, oprimidas, torturadas y, muchas de ellas, ejecutadas, se escuchasen por primera vez.
María Mandel desde el principio negó aceptar los cargos que se le imputaban, no asumiendo, en consecuencia, ningún tipo de culpa. De hecho, subida al estrado, declaró: “yo no tenía ni látigo ni perro. Cumpliendo con mi servicio en Auschwitz me vi obstaculizada por la terrible severidad de Rudolf Höss, dependía totalmente del comandante y yo no podía impartir ninguna pena”.
Incluso se dirigió a una superviviente que se encontraba en la sala, Bertha Falk, y le dijo: “Entiendo que usted sueña con una patria, pero recuerde que no hay vida para los que no se rinden”. Aquellas palabras evidenciaban que los acusados se consideraban inocentes, creían ser simples ruedas, meras piezas de un engranaje mayor conducido por Adolf Hitler.
Durante el juicio, Mandel echó la culpa de lo ocurrido al comandante Höss.
Aunque ella nunca dejó clara su participación en la selección a las cámaras de gas y aseguró que si había golpeado a alguien lo había hecho de manera justa y sin ensañarse con nadie. Los testimonios de la pesadilla que se encargó de construir decían todo lo contrario.
Durante la vista judicial hubo numerosos testimonios de los implicados en la masacre, pero también de supervivientes. Algunos supervivientes declararon contra ella en el primer juicio de Auschwitz celebrado en Cracovia a finales de 1947, alegaron que Mandel era la personificación del Mal. El demonio en carne y hueso. “Mandel estaba intoxicada por su propia autoridad”, explicó una damnificada durante el juicio. No le faltaba razón. Aquellos castigos no solo generaban miedo en el resto de prisioneros sino que además, permitía tenerlos más controlados. De ahí, que sus superiores aplaudiesen sus viles técnicas con los presos y que compañeras como Irma Grese, Dorothea Binz o Juana Bormann, copiaran su severidad y extralimitación con judías y polacas.
El día 22 de diciembre del año 1947, el Tribunal que juzgó a Mandel, dictó sentencia, declarándola culpable de los hechos imputados (asesinato de medio millón de personas, incluido niños), y condenándola a morir en la horca.
Casualmente, un día antes de ser ejecutada, Mandel tuvo la oportunidad de “purgar sus pecados” en el baño común de la prisión. Esa mañana, la entonces supervisora y su compañera Therese Brandl se encontraban en las duchas, cuando se percataron de una cara que les resultaba del todo familiar. Se trataba de la ex superviviente Stanisława Rachwałowa, reclusa de Auschwitz, que había sufrido las agresiones y vejaciones de la afamada nazi. Pese a su liberación al final de la guerra, volvió a ser encarcelada por sus actividades contra el comunismo y enviada a prisión, la misma donde dormían sus carceleras. La situación fue muy inquietante, porque Stanisława observó que Mandel se dirigía hacia ella. La polaca estaba aterrorizada, sin saber qué hacer, desnuda y mojada, porque de nuevo volvía a toparse con la guardiana. Durante esos instantes, rememoró los castigos más severos que había recibido en el pasado. De repente, Mandel le miró con el rostro bañado en lágrimas y con un sentimiento absoluto de humillación, dijo lentamente y con claridad: “Ich bitte um Verzeihung” (Le ruego que me perdone). Entonces, Stanisława aparcó el rencor y el odio que sentía y le respondió: “Ich verzeihe In Häftlingsnahme” (Le perdono en nombre de los prisioneros). Mandel se arrodilló y comenzó a besarle la mano. Tras el agradable encuentro, todas regresaron a sus respectivas celdas, pero antes de perderse de vista, la Bestia de Auschwitz volvió la cabeza y sonriendo dijo en un perfecto polaco: “Dzinkuje” (Gracias). Fue la última vez que víctima y verdugo se vieron.
Nadie escribió su nombre en ninguna postal. Pero ella sí intentó salvar su vida escribiendo al presidente de Polonia una carta de dos folios implorando piedad. La carta llegó a su destinatario, pero la respuesta nunca llegó a la Bestia de Auschwitz.
El día de la ejecución, el 24 de enero de 1948, en la cárcel Montelpuich, en Cracovia, se escuchó: “¡Viva Polonia!”, gritó Mandel justo antes de proceder a la ejecución. Quince minutos después su cuerpo fue examinado, declarada muerta y enviada a la Escuela de Medicina de la Universidad de Cracovia para que los estudiantes de medicina pudiesen hacer prácticas con su cuerpo. Allí los estudiantes se toparon con el cadáver de una mujer rubia de 36 años, de 1,65m, 60 kilos de peso y con marcas en su cuello. Terminaban así los días de una de las mujeres más crueles de la Segunda Guerra Mundial.
El mismo día de su ejecución otros 20 prisioneros nazis fueron ahorcados en Montelupich, ejecutados en grupos de 5 personas. Maria Mandel formó parte del primer grupo al recibir el máximo castigo por los crímenes cometidos durante la guerra, el grupo de Maldel contaba con Arthur Liebehenschel, Hans Aumeier, Maximilian Grabner y Carl Möckel.
Por otro lado, la triada del mal formada por Ilse Koch, la zorra de Buchenwald, Irma Grese, el ángel de Auschwitz y de Maria Mandel, la bestia de Auschwitz terminó sus días de igual manera: en la horca.
Subió al cadalso con el título de “la bestia de Auschwitz”.
Conclusiones
Ella, Maria Mandel, como otras y otros al servicio de la barbarie nazi, lo hacían por órdenes superiores, como si esto fuera razón y justificación suficiente. Era el mismo argumento que utilizaría Adolf Eichmann en el momento de su juicio. Pero lo cierto es que la presencia de Mandel provocaba terror en aquellos que cayeron bajo sus redes y su agresividad gratuita. No sólo se dedicó a sembrar el horror entre los prisioneros, sino que también ayudó a otros criminales del holocausto, a ejecutar experimentos médicos con seres humanos.
La hebilla de hierro del cinturón de su uniforme, donde aparecía grabado el lema de las SS, le marcó a Maria Mandel el camino a seguir: Meine Ehre heißt Treue, “Mi honor es la lealtad”. Su honor fue convertirse en Jefa de campo de Auschwitz-Birkenau, y su lealtad al Führer era la excusa perfecta para dar rienda suelta a su sadismo, a una crueldad con los prisioneros, especialmente mujeres y niños, que asombraba a Josef Mengele, a Josef Kramer y a Rudolf Hoss. El eclipse de Dios que, en palabras del preso judío Elie Wiesel, era Auschwitz, resultó ser el paraíso terrenal para una joven austriaca cuya imagen angelical, fiel reflejo de la raza aria loada por Hitler, nada tenía que ver con el demonio que escondía bajo su piel blanca, su pelo rubio, sus ojos azules, su cuerpo perfecto y su sonrisa infantil, nívea como los guantes blancos con los que cubría sus manos antes de golpear, azotar o asesinar a un preso, de los que se desprendía con orgullo después de realizar su trabajo, observando embelesada cómo se habían cubierto de sangre. Mandel era un monstruo con un insaciable apetito de muerte y violencia.
Mandel tenía otros planes. Con ella no funcionaba la ecuación de “las tres K” enunciada por Hitler sobre el papel de la mujer en la lucha del nazismo, Kinder, Küche, Kirche (niños, cocina, iglesia), y que repetía insistentemente incluso cuando, en 1934, habló ante la Organización de Mujeres Nacionalsocialistas: “Una madre de cinco, seis o siete niños sanos y bien educados hace más por el régimen que una abogada”. La lucha de Mandel se escribía con su látigo, su Luger, lanzando su pastor alemán contra los presos y moviendo su dedo índice de izquierda a derecha en la temida die Rampe del tren, marcando a los deportados el camino al crematorio o al barracón de trabajo. Así escribía su historia SS-Lagerführerin Mandel en el enjambre de barracones que tejían el engranaje deletéreo de Auschwitz-Birkenau a los largo de 175 hectáreas, la mujer más poderosa del campo de exterminio y puede que de la Alemania nazi, responsable del asesinato de medio millón de personas.
No se arrepintió de ninguno de ellos: ahogaba a recién nacidos en cubos de agua, enviaba a embarazadas al crematorio, azotaba con su látigo hasta la muerte a prisioneras por escribir un poema en un billete de 10 zlotys, por caminar despacio o por mirarla a los ojos, incluso se excitaba sexualmente contemplando los experimentos médicos que su amigo y amante ocasional, el doctor Mengele, realizaba a las presas. Era su rutina. Con el rostro iluminado por la excitación que le provocaba saberse dueña del destino de cientos de miles de personas, regresaba cada noche a su despacho, se cepillaba el pelo, se servía un vaso de licor dorado y escuchaba un aria de “Madama Butterfly”. Había sido un día más de trabajo, nada más. «Das Leben muss weitergeben», decía, «La vida sigue», haciendo suyo uno de los pilares del nacionalsocialismo sobre la aniquilación de los judíos: el exterminio del más débil representa la vida del más fuerte.
Antes de finalizar, os animamos a leer una novela que os cautivará: “Postales del Este”, de Reyes Monforte. Se trata de una emocionante historia basada en hechos reales sobre la memoria, el amor y la esperanza en medio del horror de Auschwitz, cuando, en setiembre de 1943, la joven Ella llega prisionera a este campo, desde Francia, encontrándose con la sanguinaria SS María Mandel, y donde vivirá una historia sobre el poder liberador de las palabras.
Por último, y por si tenéis interés en estos temas, os dejamos el enlace a otras entradas nuestras:
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Geli Raubal, la sobrina de Hitler que pudo haber cambiado la historia
Referencias:
Bestias Nazis: Los verdugos de las SS. De Hernández, J.
https://www.clarin.com/mundo/retratos-maria-mandel-bestia-auschwitz-murio-horca_0_Sy374e9pG.html
https://historia.nationalgeographic.com.es/
http://www.lavanguardia.com/sucesos/…s-del-mal.html