Con la caída del Imperio Romano y, sobre todo, debido a la influencia de los mensajes de austeridad y recato propagados por la Iglesia durante la Edad Media, en Europa, el mundo de los aromas tuvo un importante parón. El componente sensual y frívolo transmitido por los perfumes no era del agrado de los altos estamentos eclesiásticos, ya que el perfume y los cosméticos se consideraban “artimañas del diablo” que usan las mujeres para engañar a los hombres. Los intercambios culturales entre Oriente y Occidente y las cruzadas favorecieron la propagación y difusión de actitudes, materias primas y culturas referidas al baño.
Siglos antes los primeros eremitas tenían en alta estima su renuncia al baño; San Antón, por ejemplo, fundador de “la orden de los antonianos” que se dedicaban a la cría y cuidado de los cerdos, tenían un bicho de estos como divisa. La época untuosa de Casanova, un tiempo que hacía alarde de pelucas y caras empolvadas en el siglo XVIII, convivía con la hedionda atmósfera de los salones barrocos, marcada por aquella “higiene seca” que más o menos consistía en sustituir los baños por pañitos ligeramente humedecidos.
La malaria es una enfermedad muy esquiva a los avances científicos. Tanto incluso que, con frecuencia, ignoramos que su propio nombre “malaria” hace referencia, aunque de forma errónea, al medio por el que se transmite “mal aire”. También se conoce como paludismo, del latín palus: estanque, pantano. Y decimos que erróneamente porque hasta que se descubrió que el mosquito anofeles era el responsable de su transmisión se pensaba que se propagaba a través del aire, como el resto de las enfermedades. Para los hombres de la Edad Media y el Renacimiento, los aromas, los perfumes, constituían además de un valorable bien cosmético, un eficacísimo remedio para los malos aires que les hacían enfermar. El cuerpo debía blindarse ante el medio natural porque, incluso el agua, podía convertirse en el peor enemigo; su uso debilitaba la piel y a través de ella penetrarían en el organismo todas las amenazas del mundo externo.
Perfume y cosmética no pertenecen solo al ámbito del cuidado personal, sino que son terapéuticamente aceptadas; la pulcritud, la limpieza, aleja la enfermedad; el “mal aire” que citaba en el párrafo anterior. De hecho muchos recetarios hacen hincapié más bien en sus aplicaciones salutíferas que cosméticas, constituyendo así un precedente de la aromaterapia. Así por ejemplo, el almizcle es altamente vigorizante. Su origen animal y su función sexual, no escapan a la fina intuición de la medicina árabe y lo convierten en un poderoso afrodisíaco. El aloe, que perfuma el aliento y es bueno para el estómago. Azafrán, diurético, combinado con el vino aumenta sus efectos. El nardo (Cristo fue ungido al parecer con aceite de nardo) es bueno para el hígado y evita la caída de las pestañas. La rosa, apropiada para aliviar el dolor de cabeza…
No es del todo cierta la idea preconcebida de que en el medievo los aromas quedaron relegados totalmente: lo cierto es que no fue la Edad Media tan sucia como se cree. La práctica del baño era generalizada y éste solía tomarse en agua aromatizada y especias. Todavía en muchos lugares de nuestro país existen bien conservados o en ruinas unos llamados “baños árabes” que muchas veces no eran tales sino judíos, pero que eran usados por los cristianos. Las condenas que se hacían del uso de dichos establecimientos se basaban en la promiscuidad, y es que eran, en muchas ocasiones, centros de reunión y contratación de favores eróticos.
Era muy habitual pues, el uso de este tipo de joyas entre la nobleza, y decimos joyas, porque estaban fabricados en oro, plata y piedras preciosas. Solían llevarlos colgando alrededor de la cintura, del cuello, o simplemente sosteniendo las largas cadenas entre las manos, para que con el ligero movimiento, fuese desprendiéndose el olor que habían introducido en cada una de ellas.
Hubo, incluso, dos hechos relevantes en lo referente a los perfumes durante el medievo, que cambiaron el rumbo de su historia. Sobre todo, hay que destacar el estatuto que el rey Felipe II Augusto de Francia concedió en 1190 a los perfumistas, lo que significó un claro reconocimiento de la profesión. Sorprendió a los perfumistas, que hasta entonces habían trabajado por su cuenta, con una concesión mediante la cual fijaba los lugares de venta de perfumes y reconocía la profesión como tal, así como la utilidad social de estas sustancias. Fue entonces cuando se empezaron a crear escuelas donde se formaron los primeros aprendices y oficiales de esta profesión. Tras cuatro años de estudios, pasaban a ser maestros perfumistas, que supervisaban los trabajos de prensado de pétalos, maceración de flores, mezclado de ingredientes y, en resumen, expertos encargados de conseguir la fórmula del perfume deseado. De este modo, Francia se convirtió así en el reino del perfume.
A finales del siglo XV, empezó a popularizarse el uso de perfumes per se. Los aromas más populares eran la rosa, el almizcle, la agalia, la violeta, la lavanda, el agua de azahar y fragancias orientales como el sándalo. Olores que curiosamente aún seguimos utilizando en nuestros días… Las aguas de olor, perfumes líquidos muy valorados y difíciles de obtener, eran guardados en una especie de barriletes de cristal o de metales y piedras preciosas que eran atesorados por quienes disponían de suficientes recursos, como el rey francés Carlos V.
Si bien la Edad Media en España tuvo unos perfiles atípicos respecto al resto de Europa, sobre todo debido a la presencia árabe en La Península, los reinos cristianos también se ocuparon de legislar sobre los baños públicos (en la Córdoba del Califato llegaron a existir hasta 900) no en balde, la cultura del agua en La Península se remonta a la época romana. En la Europa cristiana estos recintos, en los que se llegaba a bañarse incluso vestido, derivaron hacia meras mancebías en las que el agua era un pretexto para el ejercicio de la prostitución. En el caso los baños árabes, denominados: Hammams, herencia directa de la Hispania romana. La ciudad de Córdoba tenía más de 500 baños públicos y unas notables proporciones para la época.