En la sociedad medieval determinados aspectos como el “amor correcto” y la “sexualidad adecuada”, solo tenían sentido y, por tanto eran admitidos, dentro del ámbito del matrimonio. Pensemos que en la Edad Media, la familia es un núcleo patriarcal en que bajo la autoridad del padre, conviven el resto de miembros, esposa e hijos, así como algunos parientes jóvenes, sobrinos, viudas, huérfanos y esclavos.
No podemos obviar que la mujer dentro del sistema feudal desempañaba un papel decisivo en la creación de alianzas- Por ello, el matrimonio en la Edad Media se puede interpretar como una “alianza” entre familias y que “el lazo de unión” era la mujer.
Hay que ponerse en situación. George Duby, considerado el mejor medievalista francés, asegura: «La mujer en la Edad Media era el lazo más estrecho que unía a dos hombres». La profesora de Historia Medieval de la Universidad de León, Margarita Torres, argumenta la frase. «A ojos medievales, la mujer solo servía para tener hijos, tener familia y rezar por todos ellos, es decir, ser memoria espiritual de la familia, ser buena esposa, madre y cristiana»
La Iglesia impone a la sociedad medieval que el sexo sólo es posible dentro del matrimonio y éste debe tener una finalidad exclusivamente reproductiva.
Utilizan dos términos: “dialetio”, que es el amor honesto y comprometido en el matrimonio, y “honesta copulatio”, que es la práctica del sexo con el casto motivo de la reproducción.
Por ello, se fomenta la castidad, porque aporta un valor intrínseco y trascendente que nos guiará a salvar nuestras almas.
El incesto era considerado grave, por no se consideraba contra natura. En cuanto al adulterio era considerado un delito, pero dependiendo del sexo que lo provocase, pues era mucho peor visto si era realizado por una mujer. Fruto de los adulterios aparece la figura del bastardo.
Entre los siglos IX y X, el matrimonio era visto como un medio para obtener prestigio social. Los nobles y los reyes empezaron a buscar activamente esposas entre las familias ilustres cuyo prestigio aprovechaban para justificar sus pretensiones de ocupar cargos importantes.
Durante la Baja Edad Media, mediante el matrimonio se buscan relaciones con linajes de prestigio, que permitan una expansión de los intereses económicos y financieros de la nueva familia. De esta manera, no resultaba raro encontrar mujeres muy jóvenes contraer matrimonio con caballeros de avanzada edad.
Con el Concilio Lateranense IV, en 1215, la Iglesia Católica oficialmente regularizó el matrimonio por primera vez. Con el advenimiento del cristianismo y las invasiones bárbaras, la práctica del matrimonio asumió un aspecto privado, que se llevaba a cabo en la casa de la futura esposa. También aparecieron los testigos, que de hecho, debían testimoniar la validez de la unión entre el hombre y la mujer que se acababa de formar. Finalmente, poco a poco, el matrimonio tomó su forma actual. En particular, el cristianismo introduce algunos conceptos que son la base del matrimonio, tal y como lo entendemos hoy en día: la libertad de elección que preconizaba que cada persona eligiera libremente a su cónyuge; la obligación de fidelidad mutua; la indisolubilidad hasta la muerte de un cónyuge. También se considera que los hijos deben recibirse y educarlos con amor. E igualmente se establecen una serie de normas como la imposición del uso de las publicaciones (para evitar los matrimonios clandestinos); el establecimiento de la edad mínima para los cónyuges (para impedir el matrimonio entre niños, especialmente de niñas muy jóvenes) y la regulación de la nulidad del matrimonio, en caso de invalidez del sacramento, ya fuese por la violencia en la persona, el secuestro, la no consumación, o el matrimonio clandestino.
Los innumerables romances bajo-medievales con un final feliz, se deleitan en describir detalladamente tanto la herencia de la pareja como su felicidad conyugal, es decir, el matrimonio es visto de manera una manera material, como un contrato de propiedad o traspaso de bienes. No se llamaría matrimonio sino relación patrimonial por tierras y dotes ya que en la Europa medieval el beneficio de las tierras era el medio de subsistencia.
La mujer aportaba a su nuevo hogar una dote que debía serle devuelta si su marido fallecía antes que ella; si ella moría sin hijos, la dote volvía a su familia. A medida que aumentaba la importancia de las dotes en la Edad Media, el valor de la aportación del novio tendió a disminuir pero con el tiempo, algunos países regularon la aportación del novio a un porcentaje del valor de la dote, otros países dejaron que ambas debieran valer lo mismo.
La Iglesia instituye el “sagrado matrimonio”. Y la explicación es sencilla: Anteriormente, la tradición de los bárbaros tenían aceptado el concubinato, el adulterio, con la posibilidad de unirse y separarse libremente. Alejando prácticas “no deseables”, a la Iglesia se le ocurrió establecer, según ellos, “un buen orden social”. Por esta razón, asentaron el matrimonio como institución. En consecuencia, a partir del siglo XII, el matrimonio godo, es reemplazado por el matrimonio sacramental, tras siglos de lucha por parte de la Iglesia para controlar la monogamia y la exogamia. Entre sus consecuencias podemos citar la prohibición del divorcio y la repudiación.
El matrimonio podía realizarse sin autorización de los padres, pues la Iglesia consideraba que era decisión de cada esposo. La única condición era que fuesen mayores de edad. En las comarcas, la mujer lo era a los 12 años de edad y el hombre a los 14 años. En la nobleza, la mujer lo era a los 15 años y el hombre a los 18 años. Entre los plebeyos, la mujer lo era a los 12 años y los hombres a los 13 años.
Los matrimonios, inspirados en el derecho germánico, solían ser concertados, especialmente entre las familias importantes, donde importaba la influencia, el poder y el dinero. El enlace matrimonial se escenifica en la ceremonia de los esponsales, momento en el que los padres reciben una determinada suma como compra simbólica del poder paterno sobre la novia.
A los esponsales seguía la boda o entrega de la mujer (traditio puellae). Con la mujer en edad de procrear, se celebraba la boda con una ceremonia solemne tras la que se disponían banquetes, se convocaban fiestas y la mujer pasaba, finalmente, de la casa paterna a la del marido, al igual que sucedía con la potestad legal.
Entre las clases altas los banquetes de boda eran especialmente suntuosos: perdices y becadas, queso y pasteles, frutos secos y frutas desecadas. Los vinos se servían en exceso, y era habitual que los hombres terminaran ebrios.
La ceremonia matrimonial debía ser en ayunas, antes del mediodía y en público. El sacerdote bendecía a los novios. Los testigos durante la bendición, suspendían sobre las cabezas de los novios, un velo. Luego se examinaba la genealogía, para evitar que los novios fueran parientes. La fórmula era muy sencilla te tomo por esposo/a o con este anillo me caso con vos y con mi cuerpo os honro. El intercambio de anillos significaba el intercambio de promesas. En el siglo XIV se les da a los padres el derecho de desheredar a los hijos si se casaban, sin su autorización.
Otra condición del matrimonio es que éste debía ser heterosexual. Las relaciones entre individuos del mismo sexo estaban prohibidas, con la amenaza de la excomunión.
Surgió el concepto de “pecado” para todos aquellos que se atrevían a mantener relaciones sentimentales o sexuales fueran del matrimonio. Para que el varón se asegurase la paternidad de la criatura, a las mujeres se las exigía la responsabilidad de la castidad. De hecho, eran terribles los castigos impuestos a las féminas por adulterio.
La Iglesia prohibía el incesto, y que los hermanos se casaran con dos hermanas. A partir del siglo XII aparecen los divorcios, alegando que el matrimonio no era válido, por relaciones de consanguinidad. El título de nobleza o de servidumbre, se transmitía por la mujer.
Existía, además del matrimonio legal, otra forma de desposarse cuando los novios pactaban casarse sin el consentimiento de las familias y sin alcanzar el acuerdo jurídico establecido por los esponsales: el «matrimonio a juras» (prometido) o «matrimonio a furto» (a escondidas de la autoridad paterna).
Tanto los concilios de la iglesia como los papas en sus encíclicas debatían los aspectos específicos los aspectos específicos del derecho marital cristiano. Pero este derecho no se sistematizó y perfeccionó hasta los siglos XII y XIII, cuando papas, canonistas y teólogos acordaron que el matrimonio era un sacramento y derivaron de este hecho su indisolubilidad.
En este punto hay que recordar que la monogamia era la forma de matrimonio característico del imperio romano cuando surgió el cristianismo y fue la elección natural de una iglesia interesada en limitar la actividad sexual. Es evidente que esta forma de matrimonio tomada por el cristianismo sirvió para contrarrestar los excesos y libertinajes que Roma había “cultivado” en su sociedad.
En cuanto al matrimonio por consentimiento, el consentimiento forma parte del derecho romano: “El consentimiento, no es la unión sexual, hace el matrimonio… (nuptias enim non concubitus sed consensus facit…)”. Este concepto de consentimiento está adaptado de los germanos donde hay dos momentos protocolarios: Entrega de la joven al marido y el cierre del acuerdo por medio de la relación sexual para consumar el matrimonio y los cristianos lo hicieron en tres momentos: entrega de la dote, celebración pública, la inmediata relación sexual para consumar el matrimonio. La necesidad del acto sexual para confirmar la validez de un matrimonio era a priori más difícil de rechazar que la aportación de una dote. De hecho cuanto más se recalcaba la naturaleza del matrimonio, más importante parecía la unión carnal ya que simbolizaba la unión de Cristo con la iglesia.