Abordamos hoy una cuestión cuanto menos curiosa que acontece en la época victoriana, un legado misterioso formado por las fotos póstumas de la época victoriana.
La fotografía post mortem, también conocida como fotografía póstuma, era la práctica de fotografiar a los recientemente fallecidos para dejar un retrato conmemorativo para la posteridad. Esta práctica, aunque extendida por diversas culturas, es especialmente conocida en Europa y América del siglo XIX.
La fotografía post mortem consistía en tomar imágenes de los fallecidos como una forma de conservar su memoria. Hay que tener en cuenta que hablamos de una época marcada por la alta mortalidad infantil donde, además, las enfermedades contagiosas y las condiciones de vida difíciles conducían a muertes tempranas en muchas ocasiones.
Son imágenes inquietantes y extrañamente conmovedoras, en las que las familias posan con los muertos, los bebés parecen dormidos y los jóvenes aparecen elegantemente inclinados, como si la enfermedad que les quitó la vida los hubiera hecho más bellos.
Contexto histórico
La era victoriana se refiere a los años del reinado de Alexandrina Victoria, entre el 20 de junio de 1837 y el 22 de enero de 1901. Una época caracterizada por un gran desarrollo de la industria, una fe inusitada en la tecnología y la razón, una época de dominio económico por parte del Reino Unido, en el que la corona británica recupera su prestigio, se produce también un fuerte desarrollo de las infraestructuras del transporte y permanece una moral muy estricta en una sociedad con grandes problemas, especialmente relacionados con la pobreza.
La era victoriana es pues, un período de grandes cambios sociales y tecnológicos, pero también nos deja un legado maravilloso en la forma en que se concebía y representaba la muerte. Lejos de ser un tema tabú, la muerte era parte integral de la vida cotidiana, influenciando las costumbres, rituales, y hasta la moda.
Uno de los temas recurrentes en las artes y la literatura durante la era victoriana fue la muerte. La muerte era una presencia constante. En la era victoriana, la edad promedio de muerte de un hombre de clase media o alta era de 44 años; 57 de cada 100 niños nacidos dentro de la clase trabajadora fallecían antes cumplir cinco años. Los cadáveres, los funerales y todo lo que rodeaba la muerte de una persona era parte de la vida diaria de una manera que en la actualidad no es fácil concebir. Así, las escenas y las palabras dichas en el lecho de muerte eran de gran importancia; las familias enteras se reunían alrededor del moribundo para escuchar sus últimas palabras y verlo respirar por última vez.
Por otro lado, la muerte del príncipe Alberto en 1861, originó la aparición de un conjunto de complejas reglas que la alta sociedad no osaba desatender por temor al escándalo y al ostracismo social. Incluso se crearon guías para que los nuevos ricos supieran cuál era el comportamiento que se esperaba de ellos y qué cosas eran socialmente aceptables.
Los victorianos eran grandes admiradores de conmemorar a sus muertos de una manera que hoy nos puede parecer un poco desagradable. En particular, las joyas de la muerte eran una forma popular de conmemorar a los fallecidos recientemente. Se recortó el cabello de un cadáver y luego se convirtió en broches y medallones. En algunos casos, se utilizó como adorno en una fotografía de los difuntos.
De hecho, se asentaron una serie de costumbres, basadas en creencias, supersticiones y formas de abordar la muerte que se concretaban en varias manifestaciones:
- Utilización del color negro, como señal de luto, aunque este hábito ya lo encontramos en culturas y civilizaciones anteriores. El negro formaba parte de la vestimenta de los familiares del fallecido, pero también de las carrozas fúnebres y los caballos, que eran adornados con plumas negras de avestruz.
- Se cubrían los espejos de la casa con un crespón negro o con un velo para impedir que el espíritu del difunto quedara atrapado en el espejo.
- También se paraban los relojes en la habitación en la que se había producido la defunción, pues pensaban que si no lo hacían así atraerían la mala suerte sobre la casa.
- Se volteaban las fotografías que hubiese en la casa, para evitar que cualquiera de los familiares o amigos que salían en las imágenes fueran poseídos por el espíritu del muerto.
- Se creía que, si el fallecido había sido una buena persona, sobre su tumba crecerían flores, por el contrario, si sus actos habían sido reprobables, saldrían únicamente malas hierbas.
- Si en una familia se producían varias muertes, ataban una cinta negra a todos los seres vivos del hogar, incluyendo perros, gallinas, pollos, conejos, gatos…, para evitar que se produjeran más fallecimientos.
- A la hora de sacar el cuerpo del difunto de la casa, debía hacerse siempre con los pies por delante, para evitar que el difunto fijase sus ojos en algún allegado y se lo llevase con él.
- Si se escucha un trueno, inmediatamente después de un entierro indicaba que el alma del difunto había alcanzado el cielo.
- Si el difunto ha vivido una buena vida, flores florecerían en su tumba; pero si ha sido malo, sólo malas hierbas crecerían.
- Se atribuía mala suerte al hecho de que alguien se cruzase con un cortejo fúnebre. La forma de evitar males consistía en agarrar fuertemente un botón hasta que la comitiva pasase de largo.
Y otras muchas como: si no contenías la respiración mientras caminabas por un cementerio, entonces no serías enterrado. Si huele a rosas cuando no hay nadie alrededor, alguien moriría. Si te ves en un sueño, tu muerte seguiría. Si un gorrión caía en un piano, alguien en la casa moriría. Si una imagen caía de una pared, alguien que conocieras fallecería.
Y es en este contexto, en el que surgió la costumbre de fotografiar a los difuntos antes de que fueran enterrados, como una manifestación de culto a la muerte, que tan profundamente marcó el siglo XIX.
Pensemos que, a mediados de 1800, la fotografía se estaba empezando a divulgar y hace cada vez más popular y asequible. Los estudios de fotografía tomaban una imagen de “recuerdo” y la imprimirían en tarjetas para que los deudos se las dieran a amigos y familiares.
La primera forma exitosa de fotografía, el daguerrotipo -una imagen pequeña y muy detallada sobre plata pulida- era un lujo costoso, pero no tan costoso como tener un retrato pintado, que anteriormente había sido la única forma de preservar permanentemente la imagen de alguien.
La invención del daguerrotipo en 1839 hizo que el retrato fuera algo común, ya que muchos de aquellos que no podían permitirse el encargo de un retrato pintado podían permitirse posar para una sesión fotográfica.
Pero todo cambió tras la Primera Guerra Mundial, que puso fin a los elaborados funerales victorianos y los rituales de luto cristianos en la Mancomunidad Británica. La enorme cantidad de soldados fallecidos y enterrados en el extranjero, junto con el dolor colectivo resultante, hizo que los grandes funerales y las muestras individuales de luto en casa parecieran inapropiados y egoístas.
Origen de la costumbre de retratar a los difuntos
En toda la historia y en todas las culturas el ser humano ha intentado captar la imagen de sus allegados para que estos no desaparecieran en la bruma de la eternidad. Si bien esto se acrecentó con la llegada del individualismo en el Renacimiento y el auge de la retratística, encontramos ejemplos distantes como los famosos retratos de El Fayum, en Egipto, datados del período tardoantiguo y que muestran los rostros de los fallecidos, plasmados sobre tabla, que acompañan a la momia en su viaje al más allá.
Si bien este ejemplo podría considerarse más de carácter religioso que emocional, es una clara muestra del interés que ha tenido siempre el ser humano en detener el avance del tiempo y congelar una imagen.
“La muerte no nos roba los seres amados. Al contrario, nos los guardo y nos los inmortaliza en el recuerdo. La vida si que nos los roba muchas veces y definitivamente.
Francois Mauriac
En la época contemporánea, la costumbre de retratar a los difuntos nació en París poco después que la fotografía y no tardó en extenderse por el resto de países.
Según Mary Warner Marien, en su libro “La fotografía y sus críticos: una historia cultural, 1839-1900”, dice que “la fotografía post mortem floreció en las primeras décadas de la fotografía, entre los clientes que preferían capturar una imagen de un ser querido fallecido en lugar de no tener ninguna fotografía”.
Se solía practicar en la era victoriana británica, ente los años 1850 hasta los primeros años del siglo XX, en familias de alta alcurnia.
“Los memento mori” (recuerda que morirás) eran comunes.
La muerte de un ser querido a menudo fue el detonante para que se tomara un retrato familiar, la última oportunidad de tener un registro permanente de un hijo querido
En la toma de daguerrotipos, la exposición era tan larga que se construían soportes disimulados para sostener la cabeza y el resto de los miembros de la persona que posaba, evitando así que ésta se moviera. Algunas fotografías de difuntos los muestran “cenando” en la misma mesa con sus familiares vivos; bebés difuntos en sus carros junto a sus padres, en su regazo, con sus juguetes o rodeado por sus hermanos; abuelos fallecidos con sus trajes elegantes sostenidos por su bastón…
A veces agregaban elementos icónicos, por ejemplo, una rosa con el tallo corto dada la vuelta hacia abajo, para señalar la muerte de una persona joven, relojes de mano que mostraban la hora de la muerte, etcétera.
Los militares, los sacerdotes o las monjas eran, por ejemplo, usualmente retratados con sus uniformes o vestimentas características.
La edad del pariente que acompañaba al difunto era el hito temporal que permitía ubicarlo en la historia familiar. Los deudos que posaban junto al muerto lo hacían de manera solemne, sin demostración el dolor en su rostro.
A pesar de la tristeza que rodeaba estos eventos, la fotografía post mortem servía de consuelo para las familias, pues les permitían mantener una conexión visual con sus seres queridos.
Por otro lado, hay que decir que a medida que la tendencia continuó, hacer que los muertos parecieran reales se convirtió en el estándar. Los fotógrafos se enorgullecían de asegurarse de que sus sujetos parecieran reales.
Tipos de fotografías post mortem
Las fotografías post mortem buscaban retratar a los fallecidos de manera serena y pacífica, en muchos casos simulando que aún estaban vivos o dormidos. Aunque la estética variaba, lo habitual era mostrar al difunto en poses naturales, en ocasiones rodeado de objetos personales, familiares y en el caso de los niños, acompañados de juguetes.
Había varios tipos de fotografías post mortem:
- Simulando vida: en un intento por simular la vida del difunto se los fotografiaba con los ojos abiertos y posando como si se tratara de una fotografía común, por lo general junto con sus familiares. No es difícil notar cual es la persona sin vida ya que -entre otras diferencias-, al no tener movimiento alguno sale muy nítida en la imagen y no así sus familiares. Las tomas se solían retocar a mano usando coloretes o pintando los ojos sobre los párpados cerrados.
- Simulando estar dormido: por lo general se realizaba con los niños. Se les toma como si estuvieran descansando, y en un dulce sueño del cual se supone que despertarían. En algunos casos los padres los sostenían como acunándolos para aportar naturalidad a la toma.
- Sin simular nada: se les fotografiaba en su lecho de muerte, o incluso en el féretro. En este tipo de tomas se agregaban flores como elemento ornamental, que no existían en el resto de las fotografías post mortem.
Algunas curiosidades
Los fotógrafos que se dedicaban a realizar estas fotografías, lo realizaban como un trabajo muy bien remunerado, pues tenían que trasladarse al domicilio del fallecido y crear toda una escena donde el cuerpo, pudiera integrarse en una imagen de dulce cotidianidad. Un recuerdo que los padres, esposos u otros allegados, pudieran conservar en su memoria y en sus mesillas de noche con tranquilidad y sosiego. Debían pues arreglar al cadáver, diseñar una escena donde integrar normalmente a una madre o a los hermanos pequeños … Entendemos que no debía ser fácil, de ahí que sus honorarios fueran a su vez bastante altos.
El modo en que se publicitaban también nos llama la atención. Por ejemplo: “Se retratan cadáveres a domicilio a precios acomodados, o “Artista fotogénico llegado de París, retrata a los difuntos como cuadros al óleo”.
Además, esta costumbre no solo la encontramos en el Reino Unido. En España, sin ir más lejos, por ejemplo, en Barcelona, encontramos que los fotógrafos más relevantes de esa época, como son los Napoleón, Rafael Areñas, Antoni Esplugas, Manuel Moliné, Rafael Albareda y Joan Martí Centellas, realizaron fotografías post mortem.
Pensemos que, si bien en este caso era en formato de pintura, la familia real española contribuyó a la difusión de este tipo de manifestaciones con el encargo de los retratos mortuorios de sus hijos. El 12 de enero de 1850, Isabel II dio a luz a un niño muerto, asfixiado. Ante este hecho, la familia real dejó de lado el protocolo y mostró abiertamente sus sentimientos. Encargó a Federico de Madrazo dos retratos del hijo fallecido. Cuatro años más tarde, moría la infanta María Cristina con sólo 3 días de vida. La reina y su esposo, Francisco de Asís, encargaron una máscara mortuoria de cera de la niña al escultor José Piquer que, años más tarde, le sirvió para realizar dos esculturas de la infanta y a Madrazo para realizar dos retratos.
Tener este tipo de imagen daba consuelo a los padres y los ayudaba a pasar el duelo, tal como podemos leer en un artículo publicado en la revista La Fotografía en diciembre de 1904: “El retrato del hijo muerto es el recuerdo único que atenúa el dolor de los padres que le perdieron, y que, gracias al retrato, se hacen la ilusión de que le siguen viendo: el retrato del objeto de nuestro amor, recibe, a veces, tantos besos como nuestro amor mismo.” O en otra reseña titulada “Conveniencia de tener retratada a toda la familia” publicada en el mismo número de la revista, donde se explicaba el desconsuelo de un banquero de inmensa fortuna, al ver que no tenía ningún retrato de su hija de 15 años que acababa de morir.
En Francia encontramos por ejemplo un escrito de A.A. Eugène, en el año 1855, que afirma: “Hemos realizado una multitud de retratos post mortem; pero debemos confesar francamente que no lo hacemos sin repugnancia.”
Y el del fotógrafo francés Nadar: “Si hay un penoso deber en la fotografía profesional, es la obligada sumisión a estos llamamientos funerarios.”
En Estados Unidos, la fotografía post mortem se convirtió en una práctica cada vez más privada a mediados y finales del siglo XIX, y el debate sobre ella dejó de centrarse en las revistas especializadas y en el debate público. Se produjo un resurgimiento de los cuadros de duelo, en los que se fotografiaba a los vivos rodeando el ataúd del difunto, a veces haciéndolos visibles. Esta práctica continuó hasta la década de 1960.
En Islandia la fotografía post mortem fue muy popular a principios del siglo XX, desapareciendo en la década de 1940. El Museo de Fotografía de Reikiavik contiene una gran colección regional de fotografías profesionales y privadas de autopsias, mientras que otras se exhiben en el Museo Nacional de Islandia. Estas exposiciones se componen principalmente de fotografías de funerales y velatorios, más que de personas fallecidas.
En la India, la gente cree que si su ser querido fallecido es quemado en Varanasi en los ghats ardientes o piras funerarias, su alma será transportada al cielo y escapará del ciclo de renacimiento. Varanasi es la única ciudad de la India en la que hay piras ardiendo las 24 horas del día, los siete días de la semana, con un promedio de 300 cuerpos quemados por día. Los fotógrafos de la muerte vienen a Varanasi todos los días para tomar fotos de los recién fallecidos, que sirven como recuerdos para la familia o como prueba de la muerte.
En Filipinas, la práctica se conoce como Recuerdos de patay. En los siglos XIX y XX, los miembros de la familia se reunían alrededor de un familiar fallecido para la fotografía, que generalmente se hacía antes del entierro. La práctica ha caído en desuso en gran medida.
En Australia las fotografías póstumas forman parte de una colección en la Biblioteca Estatal de Australia del Sur.
Conclusiones
Las fotografías post-mortem, sobre todo de los niños, parecen algo macabro, pero hay que tener presente que se hacían para tener un recuerdo del ser querido. Estas fotografías mostraban a los difuntos en diferentes escenarios, y se enviaban como agradecimiento a los asistentes o a quienes no pudieron asistir.
Para comprender en profundidad el fenómeno de la fotografía post mortem, debemos sumergirnos en un siglo en el que la mortandad (especialmente, la infantil) seguía siendo increíblemente elevada. De los diez hijos que una pareja podía tener, lo más probable era que solo sobreviviera la mitad (o incluso menos), por lo que la muerte era algo absolutamente natural entre las familias.
Sin embargo, tampoco debemos pensar que la “costumbre” convertía el óbito de un ser querido en un acontecimiento indiferente. Nada más lejos de la realidad. De hecho, las fotos post mortem son un auténtico testimonio de amor y devoción hacia la persona desaparecida, concebidas, eso sí, desde una perspectiva totalmente diferente a la nuestra.
En la actualidad, la muerte ocupa un lugar prácticamente tabú. Fotografiar muertos se considera un atentado contra la dignidad del difunto, restringido únicamente al ámbito médico, forense y policial.
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