En la Europa medieval se creía que el contacto con los restos de santos o del mismo Cristo tenía virtudes sanadoras y espirituales. De ahí que se desarrollara un intenso tráfico de reliquias, en el que no faltaron los casos de fraude y de robo. La situación llegó a extremos disparatados, que no resulta extraño que fuese uno de los aspectos especialmente criticados por la Reforma en el siglo XVI.
Si acudimos al diccionario de la RAE, vemos que define la reliquia como “parte del cuerpo de un santo” o “aquello que por haber tocado el cuerpo de un santo es digno de veneración”. Desde muy antiguo, también se aplicó a los restos y todo lo que se hubiera relacionado directamente con los apóstoles, Jesucristo o la Virgen María y otro tipo de entidades sagradas. Pero más allá de esta definición, si visitamos las iglesias católicas nos encontramos con un catálogo de anatomía bastante completo. Estos trozos de santos se guardaban en relicarios, que podían ser desde una caja, a un busto con algún tipo de cajón para guardar los huesos. Estos relicarios solían estar en las sacristías de las iglesias o en las habitaciones nobles de la casa de su poseedor.
El valor de estas reliquias residía en que los habitantes de la Europa Medieval pensaban que estos artículos tenían propiedades curativas y milagrosas, además de aportar cierto prestigio a sus poseedores. Poseer una reliquia era visto como un símbolo de poder, tanto para una iglesia como para un particular, y al calor de esa demanda que no paraba de crecer afloró el tráfico de partes de cuerpo de santos por toda Europa. De hecho, y por poner un ejemplo, hay hasta dieciséis cráneos y dieciocho dedos de San Juan Bautista.
Desde los primeros tiempos, la religiosidad cristiana, sobre todo la más popular, trató de apoyarse en elementos más o menos tangibles que reforzasen la fe: edificaciones, imágenes, milagros, reliquias…
Los pícaros afloraron, las reliquias se multiplicaron ad infinitum y su tráfico se convirtió en un lucrativo negocio, hasta que la Iglesia vio la que se le venía encima con tanto tráfico, robo y falsificación de reliquias que en el año 1215 dedicó el IV concilio de Letrán a exigir un “certificado de autenticidad” de las reliquias.
Los cuerpos de los santos podían ser desmembrados para que cada iglesia poseyera de este modo una mano de san Juan Bautista, una muela de santa Apolonia o unos huesos de san Epifanio. Catedrales, basílicas y ermitas se edificaban sobre las tumbas o las reliquias sagradas.
Reyes, papas, príncipes y nobles eran los que tenían más acceso a estas insólitas reliquias y las utilizaban para curarse a sí mismo o a sus familiares.
Como no hay muchos santos en el calendario (y en la Edad Media eran menos aún), se ingeniaron métodos para producir más material susceptible de convertirse en reliquia.
Pensemos en el caso de Santiago de Compostela y de Roma, donde se encontraban los restos más preciados, los de los apóstoles (Santiago por un lado, Pedro y Pablo por el otro), y nos daremos cuenta de la importancia de las reliquias en esta época en lo económico, lo social y lo político. Por no hablar del templo que preside la plaza de San Marcos en Venecia, que fue levantado expresamente para albergar los supuestos restos del evangelista, adquiridos por dos mercaderes venecianos en el año 828 en Alejandría.
No es raro que este exacerbado fervor por las reliquias fomentase las disputas entre distintas comunidades, como sucedió con las ciudades Poitiers y Tours, que mantuvieron una larga reyerta por la posesión del cuerpo de san Martín. Incluso fomentó robos, como los del arzobispo gallego Diego Gelmírez, que sustrajo las reliquias de San Fructuoso, San Cucufate, San Silvestre y Santa Susana, y las trasladó furtivamente desde Braga hasta Compostela. O el hurto en Alejandría del cuerpo de san Marcos por parte de los venecianos.
En un principio, la única manera de atender la creciente demanda de reliquias fue la fragmentación. Aunque hubo cierta resistencia en un primer momento, la fragmentación de los restos era ya una práctica frecuente en Oriente en el siglo IV. Más tarde se propagaría por Occidente. Los restos se repartían en múltiples relicarios y así llegaban a todos los rincones de Europa.
La búsqueda de nuevas reliquias volvió común la inventio, la revelación divina del lugar donde descansaban el cuerpo de un santo. En cualquier lugar en el que los romanos hubieran perseguido a los primeros cristianos, alguien tenía un sueño revelador o una aparición que le señalaba la tumba del mártir. Y allí se descubrían sus restos. Luego se trasladaban a su ubicación definitiva y al poco comenzaba a obrar milagros, lo que demostraba su autenticidad. Y la noticia se difundía.
Para esas fechas existía ya un auténtico tráfico de reliquias. En el siglo IX, el diácono Deusdona creó, incluso, una asociación para venderlas y para exportarlas fuera de Italia. Nadie tenía en cuenta la prohibición que el papa Gregorio Magno había promulgado unos siglos antes. El mercado seguía creciendo, pero la materia prima escaseaba. Además, si las reliquias de los primeros tiempos tenían una autenticidad más o menos contrastada (eran los cuerpos recogidos y depositados en criptas), con el paso de los siglos se volvió difícil saber si unos restos pertenecía de verdad a un mártir. Esto fomentó la aparición del fraude.
Ya hemos visto que la obsesión por las reliquias empujó en algunas ocasiones al robo. Pero si hubo un negocio turbio en torno a ellas, fue el de las falsificaciones. Conforme avanzaba la Edad Media, no solo empezaron a duplicarse y repetirse las mismas reliquias en distintos lugares, sino que surgieron algunas que ponían a prueba la inteligencia antes que la fe. La Cristiandad se fue llenando de reliquias absurdas. He aquí algunos ejemplos: los restos del cordero que pastaba junto al Santo Sepulcro, un puñado de tierra de donde Jesús rezó el padrenuestro, un estornudo del Espíritu Santo, leche de la Virgen, restos del maná que Dios enviaba a los hebreos o el cráneo de san Juan ¡de cuando tenía 12 años! Se ve que lo mudaba al crecer, como los dientes.