En el marco de la actuación de la Inquisición, que de manera genérica, ya abordamos en este Blog en nuestra entrada “La negra historia de la Santa Inquisición”, publicada el 10 de junio de 2020, queremos ahondar en la figura de la mujer, protagonista, en muchos casos, de la persecución del Santo Oficio.
Hay que tener presente que en su afán por garantizar la ortodoxia cristiana, el Tribunal de la Santa Inquisición no se dedicó exclusivamente a perseguir las grandes herejías: judaísmo, mahometismo, protestantismo…, sino también de corregir los errores de los cristianos viejos, entre otros aquéllos que tenían que ver con la forma particular de entender la vivencia religiosa. En este sentido, en el Concilio de Trento (1545-1563) se definió la práctica ortodoxa católica y el ritual sacramental. A partir de ese momento la Inquisición endureció considerablemente la persecución contra quienes vivían la religión al margen de las propuestas de la jerarquía eclesiástica.
Recordemos que la Santa Inquisición tuvo origen en una bula promulgada por el Papa Lucio III, “Ad abolendam”, alrededor del año 1181 por la que se crea, en el sur de Francia la Inquisición Episcopal con el fin de perseguir a los cátaros o albigenses. Desde entonces se excomulgó y castigó a quienes contravenían las leyes establecidas por el Estado y la Iglesia; muchas de las cuales no sólo estaban destinadas a erradicar los grupos disidentes que el tribunal eclesiástico creía peligrosos, sino también a moralizar en grado extremo la conducta de la mujer.
Los datos son altamente esclarecedores en cuanto al protagonismo de la mujer en el conjunto de los procesos seguidos por la Santa Inquisición, y que según algunos autores pudo rondar el 45% en el caso de los juicios a conversos y el 30% entre los moriscos, por citar algunos ejemplos.
La Inquisición pretendía velar por la pureza de los principios religiosos e impedir el avance del protestantismo. La historia de la Inquisición, en realidad, marcó el inicio de un pulso mortal entre intolerancia y libertad, entre el autoritarismo estatal y la independencia intelectual del individuo, entre el fanatismo religioso y el espíritu racionalista.
En el caso de España, la Inquisición fue instituida por el Papa Sixto IV, respondiendo a la solicitud expresa de los Reyes Católicos. El inicio de su “incalificable” labor tuvo lugar en el año 1480 con fray Tomas de Torquemada al frente. El Santo Oficio, que desató el pánico y el terror entre sus opositores, se prolongó por más de tres siglos, sobreviviendo a dinastías, guerras y críticas. Durante los primeros años de vida de la Inquisición española, la represión fue feroz y la inquina de unos y de otros hizo que proliferaran las torturas y las condenas a muerte. Las gitanas eran echadas a la hoguera por brujas y los judíos por propagar herejías contra el cristianismo. La cifra más moderada de esta matanza es de 2.000 personas quemadas en la hoguera y más de 25.000 procesados, de los cuales el 90% fueron judíos conversos.
Desde el punto de vista de la antropología social, se sabe que las brujas eran mujeres cuyas conductas contravenían las normas impuestas por la sociedad patriarcal, en la cual el Estado y la Iglesia -instituciones dominadas exclusivamente por los varones- controlaban los dichos y hechos de la población femenina.
Para la Inquisición era inconcebible la idea de que la mujer fuese madre soltera o contrajese segundas nupcias. La madre soltera no tenía otra alternativa que desempeñarse o estrangularse a cambio de la flagelación en público. Las mujeres adúlteras y prostitutas eran lapidadas o echadas a la hoguera, y junto a ellas se las acosaba con furor a quienes comían carne en viernes o se cambiaban de ropa en sábado.
Ya entonces se clasificó a las mujeres en dos categorías: a las “buenas” se las protegía y respetaba, y los hombres, que tenían el privilegio de desposarlas, las trataban como “joyas preciosas” entre las reliquias de su propiedad; en cambio a las mujeres “malas”, que eran más independientes y experimentadas en el amor, se las despreciaba públicamente, como si pagaran caro el precio de su libertad. La mujer “joven y bella”, en contraposición a la mujer “vieja y fea”, era otro estereotipo propio de la época. Si un hombre contraía matrimonio con una mujer “joven y bella” se ganaba la admiración de los suyos. Pero si contraía matrimonio con una mujer ”vieja y fea” se creía que entre medio hubo arte de sortilegio, aunque a la hora de la verdad ambas eran tratadas como objetos de placer y propiedades privadas del hombre.
Las mujeres “malas” eran representadas como brujas, con verrugas en la nariz y los pelos desgreñados, y quienes, cabalgando sobre escobas, volaban hacia sus reuniones sabatinas, donde preparaban bebidas mágicas y salvas que tenían la propiedad de inducir a los hombres hacia el amor pecaminoso. Las mujeres dulces y coquetas, que atraían a los hombres con el hechizo de su belleza, eran también consideradas corruptoras del género humano, y que, por lo tanto, merecían la muerte.
Aunque la mujer sería perseguida por la Inquisición en base a supuestos delitos vinculados al ejercicio secreto del judaísmo, los ritos satánicos, la bigamia, las moriscas que practicaban partos a la usanza islámica, casamenteras, místicas y visionarias, en esta ocasión nos centraremos fundamentalmente en la persecución de las “brujas”.
La persecución a las mujeres por “brujería” o “hechicería” se intensificó en los siglos XV y XVI, cuando miles perdieron la vida en manos de los inquisidores, quienes expandieron la “caza de brujas” a otros continentes tras la circunnavegación.
Entre las mujeres que la iglesia consideraba como brujas estaban las mujeres educadas que tenían estudios, las gitanas, las místicas, las amantes de la naturaleza que recogían y conocían los beneficios de las hierbas medicinales.
La creencia en las brujas rebosa de elementos animistas, que revelan su antigüedad: Cuando la bruja se “come” a un ser humano, no es, así pues, la carne sino el “espíritu” de la carne, lo que devora. Pero esto se cree suficiente para que la víctima se consuma y muera. Parece que nos hallamos ante un único e idéntico complejo de tradiciones, difundido por todo el viejo mundo. Resulta fácil comprobar cuantas cosas comparten las diferentes creencias en las brujas, tanto en Europa, como en Asia o África. Las ideas, por ejemplo, de juntas secretas de brujas, que en sus “aquelarres” nocturnos celebran banquetes a base de la carne de sus propios parientes; y la de que la brujería sea un poder innato para dañar a otros, transformarse en animales y volar por los aires, las comparten los tres continentes. Incluso algo tan específico como es el dejar en la cama un cuerpo fingido, en lugar del propio, mientras la bruja acude al aquelarre, lo encontramos tanto en Asia, como en África y Europa.
Cabe hablar de la Edad Media, con el feudalismo, como sistema político predominante en Europa, como el período de la historia en que, los poderes de dominación hicieron tanto esfuerzo por demostrar “la naturaleza pecadora de la mujer”. Se la acusaba públicamente de conjurar contra la Iglesia y de sostener pactos con el diablo. Si la mujer bebía de las fuentes del saber o curaba las enfermedades de sus vecinos, ganándose el respeto y la admiración, la Iglesia la consideraba su rival y se apresuraba a despertar la desconfianza en contra de ella. La acusaba de practicar el “arte de brujería” y se decía que su trabajo era “obra del mal”, y mientras más era su capacidad de conocer los secretos resortes de la fertilidad, curar las enfermedades y, en definitiva, representar para las comunidades campesinas un poder incuestionable sobre la vida y la muerte, mayor era el riesgo de que los obispos la declararan “hechicera”.
En todo caso, la bruja representaba a la mujer que había roto las normas que la sociedad impuso en la conducta del sexo femenino. Pero, a la vez, la bruja tenía connotaciones positivas y negativas, las cuales fueron remarcadas de diferentes maneras en diferentes épocas. Se creía que una bruja contaba con la ayuda de los poderes malos y buenos, que practicaba tanto la magia blanca como la negra, y representaba las pasiones y los instintos reprimidos por el mundo masculino. La bruja, más que ser portadora del mal, era la encarnación del caos. De ahí que su capacidad para eludir las leyes del mundo físico y moral, sus aberraciones sexuales y sus diabólicos sacrificios, fueron las causas del terror que provocaba en las poblaciones, pero también las que le concedían un indiscutible prestigio social.
Hay que tener presente que se consideraba que la bruja encarnaba, asimismo, un cierto espíritu de revuelta, una forma diabólica de subversión general contra el orden establecido por el Estado y la Iglesia. Por eso su figura se asociaba a la idea de una conspiración universal contra la sociedad y sus instituciones, en secreta conexión con las fuerzas del mal; un hecho que motivó la brutal represión desatada contra ellas por la Inquisición, cuya finalidad era inquirir y castigar los delitos contra la “Doctrina de la Fe”.
La literatura inquisitorial retrató a la mujer marginal -bruja, santa barbuda, ermitaña, monstruo, monja visionaria, vampiresa, etc.- como un reflejo de misoginia. Se tratan de figuras que surgen de los cuadros (iconografías), de los refranes orales, de los textos de ficción o de los documentos confidenciales.
Cuando la mujer empezó a romper su rol tradicional y a despertar recelos en el hombre que veía en peligro su dominio, se le acuñó el apelativo de bruja, con la intención no sólo de hacerla aparecer como aliada del demonio para desprestigiar su imagen, sino también para marginarla del sistema social establecido por la clase dominante y el clero. Las mujeres consideradas “malignas” estaban sintetizadas en la expresión: ¡demonio de mujer!.
Según cuenta la tradición occidental, las brujas se reunían en vísperas de San Juan y durante la Semana Santa; ocasiones en las cuales se celebraban ceremonias dirigidas por el diablo. Allí se iniciaban las novicias por medio de orgías sexuales, en las que se incluían niños y animales, y donde no faltaban los rituales de canibalismo y magia negra. Unos decían que las comidas y bebidas que consumían las brujas estaban preparadas a base de la grasa de niños recién nacidos, sangre de murciélagos, carne de lagartijas, sapos, serpientes y hierbas alucinógenas; en tanto otros aseveraban que los niños que volaban hacia las reuniones, montados en escobas, en horquillas para estiércol, en lobos, gatos y otros animales domésticos, eran adiestrados por el Lucifer de los infiernos.
Para identificar a que mujeres se les acusaba de brujas, había varios estereotipos:
- La mujer que practicaba maleficios o causaba daños a través de medios ocultos;
- La mujer que pactaba con el diablo en calidad de sierva;
- La mujer que volaban por las noches y tenía malas intenciones, como la de comerse a los niños pequeños o inducir a los hombres al amor pecaminoso;
- La mujer que pertenecía a una secta satánica o asistía a reuniones sabáticas en cuevas secretas.
La Inquisición utilizó todos los medios posibles, incluso a los niños, para descubrir posibles herejes y brujas. Los inquisidores estimularon la delación entre los niños, en ellos encontró a sus mejores testigos a la hora de procesar a los acusados ante los tribunales del Santo Oficio. La Inquisición usó también el silencio y la marginación de las mujeres emancipadas para combatir y contrarrestar su voluntad de hierro, que les permitía romper las cadenas de opresión y acceder a las posiciones controladas por los hombres. Así, a las mujeres emancipadas, que fueron acusadas de brujería y blasfemias contra Dios, las sometieron a los suplicios de la tortura y las dejaron arder como antorchas en la hoguera.
En cuanto a las acusaciones que se le imputaban, estaban referidas sólo al “arte de magia” que practicaban, pues se decía que la bruja pactaba con el diablo, quien, según la Iglesia y los tribunales, le concedía un poder real y temible, que iba “del maleficium al pactum” y de los prejuicios mágicos al desprecio de Dios.
La Inquisición publicó un libro que es considerado como uno de los más obscuros nocivos en contra de las mujeres: el “Malleus Malleficarum”, o lo que es lo mismo, “El Martillo de la Brujas”. De acuerdo con estos textos, las mujeres eran particularmente frágiles de espíritu y de grandes debilidades carnales, por lo que el demonio las prefería. Este libro se convirtió en la guía más influyente de estos tiempos para perseguir a los herejes y a las brujas. Gracias a este texto se condenaron y fueron quemadas en la hoguera miles y miles de mujeres inocentes, tachadas como brujas entre los siglos XVI y XVII. El “Malleus Maleficarum”, que determinaba las actitudes de los inquisidores hacia el cuerpo de la mujer, era un archivo de supersticiones, arrogancia sagrada y estúpida crueldad que condensaba la cultura medieval contra la mujer. Los verdugos no cesaban de pinchar con enormes agujas la garganta, la vagina o los pies de las mujeres en su afán de encontrar en alguna parte del cuerpo el “pactum diabolicum”, que era una suerte de marca sexual dejada por el diablo, pues el mayor pecado para la Inquisición, el que desataba la furia de Dios, era el pecado de la sexualidad, esa transgresión de la ley divina que dio origen a la imagen de la bruja, a quien se la acusaba de copular con el diablo, con ese personaje cubierto de plumas y provisto de un miembro viril enorme.
Incluso en muchas ocasiones, las mujeres, que no lloraban durante su juicio anta la Inquisición, debían de ser declaradas como brujas de inmediato, solo por el simple hecho de demostrar su carácter fuerte, puesto que en esta época las mujeres no tenían ese derecho, pues ellas debían siempre ser sumisas y rendirse ante la voz del hombre, por lo tanto si alguna de ellas mostraba actitud diferente esto era considerado como un pecado. En ese tiempo la iglesia estaba estructurada de manera masculino-patriarcal, por lo que siempre se castigaba más a las mujeres que a los hombres. Muchas de las mujeres acusadas de brujería se consumían durante años en calabozos subterráneos y húmedos los cuales estaban llenos de ratas y todo tipo de alimañas, esperando un juicio que muchas veces nunca llegaba.
Todas las mujeres a las que la Inquisición juzgó culpables de bigamia se vieron obligadas a abjurar de su herejía, y la mayoría recibió alguna combinación de azote público, multa y exilio. En ocasiones, la Inquisición reducía la severidad de la sentencia si la mujer regresaba voluntariamente con su primer marido. De este modo, le demostraba a la Inquisición reducía la severidad de la sentencia si la mujer regresaba voluntariamente con su primer marido. De este modo, le demostraba a la Inquisición que su delito no implicaba una noción herética sobre el sacramento del matrimonio. El aspecto más notable de estos juicios es que, a diferencia de sus equivalentes masculinos, muchas más mujeres acusadas de bigamia regresaron con su segundo marido y reanudaron su vía matrimonial. El ochenta y cinco por ciento de los bígamos de sexo masculino fueron sentenciados a las galeras, y hubo más que, aunque culpables, no fueron enviados a las galeras por su edad, su condición social o por otros motivos. Es posible que a las mujeres las juzgaran culpables con menos frecuencia porque los inquisidores o bien se compadecían de sus dificultades o bien perdonaban su conducta, partiendo de los tradicionales conceptos eclesiásticos de la inferioridad e la mujer.
Además, las mujeres más jóvenes y hermosas estaban expuestas a las violaciones de clérigos (delito de solicitación) y carceleros. En la “torre de las brujas” se les colgaba por el aire suspendidas por cadenas, hasta morir de sed y de hambre con sus miembros torturados y desgarrados. En síntesis, el tormento que se les hizo pasar a estas mujeres por parte de la “religión del amor” es casi inimaginable; y es inexplicable que en una religión que en ese tiempo predicó tanto amor al prójimo, se haya practicado tanto odio, especialmente hacia unos seres tan indefensos y delicados como las mujeres.
Resulta curioso, por calificarlo de alguna manera un hecho: es incuestionable que en el ámbito de las penas, la Inquisición aplicó una discriminación positiva a favor de la mujer. Según datos manejados por algunos autores el nuevo por ciento de las mujeres fueron sometidas a tormento, frente al doce por ciento de hombres. Incluso se cuantificaban el número de vueltas de cordel del tormento: diez en el caso de las mujeres y veintidós en el de los hombres.
En todo caso, el interés de la Inquisición por perseguir la brujería era, porcentualmente, menor que otro tipo de “delitos”, toda vez la dificultad que suponía obtener pruebas materiales de los supuestos tratos de las brujas con el demonio.
En ya anticuados estudios encontramos a menudo la suposición de que en España, Portugal e Italia, el Santo Oficio tenía tanto que hacer persiguiendo a judíos, mahometanos y protestantes, que no le quedaba tiempo para perseguir también a las brujas. La revisión sistemática de los archivos inquisitoriales nos demuestra algo muy distinto. Hay muchas diferencias en los cálculos de las víctimas de la Inquisición, los autores manejan diferentes datos, en todo caso, parece ser que fue en Alemania, Francia, Inglaterra/Escocia e Italia donde tuvieron lugar más ejecuciones de brujas.
Cuando los conquistadores arribaron a América a fines del siglo XV, traían consigo las plagas bíblicas y las enfermedades venéreas, y, aparte de prohibir a sangre y fuego las creencias y costumbres sexuales de los indígenas, se aplicaban las normas sagradas de la Inquisición.
Al retornar a la Europa del medievo, llevándose el oro y la plata, que eran las llaves que abrían las puertas del paraíso en el cielo y las puertas del capitalismo mercantilista en la tierra, llevaban también consigo la proliferación de la sífilis, que los inquisidores consideraban una enfermedad propia de las relaciones promiscuas, transmitidas por prostitutas y amantes. De modo que, en 1509, se expulsó de la ciudad de Venecia, Italia, a más de 11.455 prostitutas, como una forma de ahuyentar el mal que causaba estragos entre los aventureros de la mar.
Ya en la obra “La Inquisición sin máscara” escrita por Antonio PuigBlanch, a principios del siglo XIX, destacaba la dureza de este Tribunal hacia las mueres a lo largo de la historia.
En conclusión, la necesidad de impedir la autonomía de las mujeres con respecto a los hombres, y la presencia pública de estas, ha sido un componente esencial de la cultura occidental y de la visión cristiana y religiosa del mundo El hombre como género masculino ha utilizado a la mujer a través del tiempo como “chivo expiatorio”, para poder cubrir sus debilidades, morales y sexuales. Pues ellos, siempre las hicieron y han hecho parecer como seres moral, intelectual y físicamente inferiores. Incluso se llegó a pensar que las mujeres eran seres sujetos a afectos y pasiones perversas por lo que la sociedad tenía que protegerse de ellas, por su identificación innata con el mal.
Los crímenes perpetrados por la Inquisición, además de haber sido un modo de santificar los conventos, sirvió para justificar el celibato de monjas, cuya conducta hizo que muchos padres impongan a sus hijas una vida recatada. A muchas las tenían recluidas en la alcoba, con una educación que no salía del marco de las ocupaciones domésticas y procurando que su única distracción fuese la de ir a misa los domingos. De ahí que si alguien pregunta: ¿Cuál fue la institución más sombría de la historia? La respuesta es categórica: la Inquisición, ese instrumento político y religioso que, establecido en el siglo XI y abolido recién en el siglo XIX, sirvió para perseguir a protestantes, judíos, gitanos, brujas y herejes.