La mayoría de las religiones ofrece a sus fieles la tierra prometida. En el antiguo Egipto no era diferente y el paraíso era algo que esperaban todos los que morían. La muerte en el Egipto antiguo era considerada como un pasaje hacia una segunda vida y esto le daba un sentido positivo. Tras ella, el espíritu entraba en el mundo cósmico, un más allá eterno e inmutable.
Para los egipcios de la antigüedad, la muerte no era el final de la existencia, sino un alto en el camino, como un umbral que se podía franquear satisfactoriamente si se contaba con los medios adecuados para ello. La momificación de los cuerpos, los objetos y amuletos depositados junto al difunto o la arquitectura y la decoración de las tumbas eran algunos de los instrumentos que podían permitir a los egipcios superar el letargo de la muerte y conocer un nuevo amanecer en el Más Allá.
Sin embargo, a pesar de la elevada noción que tenían los egipcios acerca de la trascendencia del hombre, lo cierto es que para que esa vida en el más allá se desarrollara de manera satisfactoria era necesario el mantenimiento del culto funerario al difunto en su tumba y, sobre todo, que se le aportaran ofrendas alimenticias que evitasen que el fallecido padeciera de hambre y de sed en el otro mundo. Existen diversos conjuros en el “Libro de los Muertos” que ofrecen esa idea de intenso miedo a tener que llegar a comer, por pura necesidad, los propios excrementos; dice, así, el capítulo 51:
“¡Mi abominación es mi repugnancia! No comeré (lo que es) mi abominación; mi abominación son los excrementos y no los comeré; son las deyecciones y en ellas no pondré mi mano. ¡Que no las toque con mi mano! ¡Que nada me obligue a caminar por allí con mis sandalias!”
Lo peor de esta creencia era que solo los nobles solían ser momificados. Los más pobres solo se podían permitir ser enterrados en la arena, con la esperanza de que el aire seco frenara la descomposición. Esto hacía que tuvieran que darse mucha prisa en atravesar las “12 Tierras del Infierno”, también denominada Duat.
Pero para comprender las creencias en el antiguo Egipto hay que saber que muchas de sus costumbres de vida y tratamiento de la muerte se conformaban en torno a conexiones con lo que ocurre en la naturaleza. Así, el movimiento de las estrellas, el ciclo de las inundaciones del río Nilo, el cambio climático hicieron hincapié en un ideal de circularidad que se extendía a otras instancias de la vida cotidiana de esta antigua civilización. Los antiguos egipcios concibieron una explicación de la muerte muy distante de la concepción de las culturas contemporáneas; según su sistema de creencias, la muerte consistía en un proceso donde el alma se separa del cuerpo. De esta forma, creían que la muerte sería una etapa de cambio para otra existencia. Siendo el cuerpo comprendido como la morada del alma, había una gran preocupación en conservar el cuerpo de los que fallecían, por eso se desarrollaron varias técnicas de momificación capaces de preservar un cadáver durante años.
Desde el punto de vista metafísico, los egipcios tuvieron siempre el concepto de que el hombre vivo es un compuesto de principios materiales e inmateriales, indispensables los unos a los otros, hasta el punto de que no solamente el cuerpo, sino los principios espirituales mismos están condenados a desaparecer si se quiebra la unión. De ahí la importancia de los procedimientos de conservación del cadáver, cuyo embalsamiento fue la forma más segura, y los ritos funerarios, tal como el de la abertura de la boca, por el cual los principios espirituales eran devueltos al cuerpo embalsamado.
El paraíso para los egipcios se llamaba Aaru y decían que era un lugar de infinita abundancia. Los que entraban en Aaru tendrían de todo para el resto de la eternidad. Para llegar tenían que ir primer a un sitio llamado Duat, el cual estaba en el cielo y era un mundo místico que hacía de pasarela al paraíso. Era un sitio donde había enormes bosques, lagos, zonas en llamas, acabando en unas grandes murallas de hierro. Curiosamente los antiguos egipcios tenían mapas de este mundo invisible. Tenían localizados las zonas peligrosas con fuegos, las cuales había que evitar. En Duat también había demonios, criaturas malignas y vengativos dioses. Pasar por sus dominios era una ofensa y por tanto el alma era consumida si lograban atraparla. Esto significaba que la desdichada alma quedaría atrapada en el infierno para siempre.
Para poner las cosas más difíciles había un plazo para poder llegar al paraíso. Una de las razones por las que los antiguos egipcios momificaban a los muertos era para conservarlos el máximo tiempo posible. Tenían que llegar al paraíso antes de que su cuerpo se descompusiera.
Cuando un hombre de consideración moría, para su embalsamiento, las mujeres de la casa se cubrían con lodo la cabeza y el rostro, se descubrían el pecho y, ciñendo su traje con un cinturón, se golpeaban y recorrían la villa acompañadas de sus parientes. El hijo del difunto, después de purificarse y colocarse una piel de pantera, presentaba al sacerdote un quemador de perfume para incienso y un hacha de hierro llamada nu, instrumento curvo con mango de marfil, necesario para la última ceremonia de la apertura de la boca y el vientre. La esposa e hijas del difunto desempeñaban el papel de gemidoras como Isis y Neftis. Se celebraba un festín en el que se sacrificaban un toro, una gacela y un ganso. Se dice que los encargados de embalsamar pertenecían a una profesión que se trasmitía de padres a hijos.
La entrega del cadáver se hacía en la denominada “Cabaña de Dios” o “Lugar puro de la Casa Buena” o “Casa de la Vitalidad”. El embalsamamiento se llevaba a cabo en presencia del “Embalsamador de Anubis” (Dios negro) y de los “Cancilleres de Dios”, que eran los encargados de manipular los objetos sagrados y de valor. Se enseñaban a la familia los distintos modelos de embalsamamiento, así como modelos de muertos en madera, pintados al natural. Se dice que el mejor era del de Osiris, siguiendo el proceso de embalsamar que llevó a cabo su hermana-esposa Isis. Una vez elegido comenzaba todo el ceremonial de embalsamamiento.
En los tiempos de decadencia, los cadáveres de mujeres jóvenes y bellas se entregaban a los tres o cuatro días, para evitar el ultraje del cuerpo. Eran los Ierodulios (legos o aprendices) los que transportaban el cadáver al necrio o depósito; el cuerpo era colocado en una mesa especial de madera con forma humana. Allí se lavaba exhaustivamente el cadáver de manera ritual, con antisépticos, salvo la boca, los ojos y los oídos. Se perfumaba el cuerpo, quedando debidamente preparado para que el Escriba o Grammata señalara la incisión que era necesario practicar en el costado izquierdo del cadáver, de unos diez a quince centímetros de largo, y el acceso necesario para extraer el cerebro del cráneo, que normalmente se practicaba a través de la nariz, una vez levantada la parte carnosa, para lo cual se utilizaban unos ganchos curvos especiales que maceraban la víscera, ayudados a su vez por drogas que introducían en la cabeza. En determinadas momias, la extracción del cerebro se hacía a través del Foramen Magnum, también por el Foramen Laceratum o incluso por un agujero artificial.
Cuando era necesario desarticular el cráneo, se fijaba posteriormente una varilla metálica. Inmediatamente entraban en acción los denominados Parachistas o incisor, que abrían la incisión marcada por el Grammata. Realizado este acto, el Parachista huía a toda prisa, perseguido por los parientes, que le arrojaban piedras, sin ánimo de hacerle daño, profiriendo imprecaciones como para atraer sobre él, desde el cielo, la venganza por este crimen. Los Parachistas eran proscritos y no se mezclaban con otras clases. Reunidos los embalsamadores alrededor del cuerpo, extraían a través de la incisión las vísceras del cadáver, exceptuando los riñones, que quedaban intactos, y el corazón, si bien sobre este órgano hay algunas dudas, ya que algunos opinan que se extraía y en su lugar era colocado un escarabajo de piedra, cerámica u otro material, emblema de la vida humana y de las transformaciones del alma, y que debía ser consagrado con una fórmula mágica escrita entre sus patas. Esta invocación era: “¡Oh corazón mío, corazón que tengo de mi madre, corazón que necesito para mis transformaciones, no te levantes contra mí!”. En caso de que por accidente el corazón no se encontrara, se realizaba la sustitución por el escarabajo de manera obligatoria.
La cavidad abdominal y torácica se lavaba y se limpiaba y acto seguido se rellenaba a base de aceite de cedro, resina de una especie de mimosa, áloes, jugo o extracto resinoso de aloe perfoliata, canela, corteza de laurus cinnamonius, corteza de laurus cassia, resina líquida de pinus cedsens, betún de bitumen judaicum del Mar Muerto, mirra pura quebrantada y machacada, serrín y cinamomo, cera fundida y especies. Nunca usaban incienso. Todo un conglomerado de exquisiteces naturales con las que eliminar cualquier impureza del cuerpo del fallecido, un proceso delicado donde el embalsamamiento se basaba esencialmente en eliminar cualquier resto que pudiera provocara la descomposición del cuerpo. Tras esto, se culminaba el proceso con la introducción del natrón, líquido viscoso que mana de ciertas montañas en la provincia de Fayun, compuesto al parecer por una mezcla de carbonato, sulfato y muriato de sosa y que había de secarse para convertirse en natrón seco, y que desecaba completamente el cadáver. A ello había que sumarle las características del propio clima egipcio, donde ese viento seco favorecía perfectamente la desecación de los cuerpos, de hecho a veces bastaba con dejar los cuerpos un tiempo en el desierto para que este proceso se sucediera por sí solo. Cosida la incisión se volvía a lavar el cuerpo con aceites aromatizados y se entregaba a los Tarichentas, que eran los salitrores o saladores y que en la operación de embalsamamiento contraían la impureza legal, de la que se libraban mediante abluciones y ciertas fórmulas mágicas.
El tiempo de duración de esta fase era de 70 días (duración de la ocultación de la estrella Sirio), para que el cuerpo se volviera incorruptible. Con el fin de evitar que se pelasen los dedos de las manos y los pies, se enrollaba una fibra de lino, cobre u oro alrededor de una incisión hecha a partir de la raíz de la uña, cubriendo con un dedal los pulpejos de los dedos, en los cuales iba grabado un escarabajo para indicar la vida nueva. Bajo las extremidades se introducía barro o arena para que conservaran su forma natural redondeada.
Las vísceras eran lavadas concienzudamente con vino de palmera y especias y se llenaban de mirra, anís o cebollas. Debidamente envueltas, eran dispuestas ritualmente en los cánopes o vasos canópicos, preciosos recipientes elaborados con distintos materiales: tierra cocida, alabastro o piedra granítica (diorita), y llenados de betún hirviendo hasta los bordes; luego se cubrían con tapas de los mismos materiales en los cuales se encontraban grabadas las imágenes de los cuatro Genios funerarios, hijos del Dios Horus u Horo, a saber:
- Hapi: representado con cabeza de mono o cinocéfalo, recibía los pulmones. Está relacionado con la diosa Nephtis y el Polo Norte.
- Amset: representado con cabeza humana, recibía el hígado y se relacionaba con la Diosa Isis y el Polo Sur.
- Duamutef: representado con cabeza de chacal, recibía el estómago, relacionado con la Diosa Neith y el Este.
- Quebsenuf: representado con cabeza de halcón, recibía los intestinos y se relacionaba con la Diosa Selkit y el Oeste.
Estos Genios eran la representación de los cuatro Elementos, las cuatro Fuerzas, y se colocaban en una arqueta, separados y en posición vertical. De esta manera el muerto era secundado por cinco Genios, cuatro encerrados en los vasos y el que había en el féretro que se fijaba en la momia. El sexto Genio, que se relacionaba con Osiris, era el que ayudaba al doble, el Ka, a escapar del encierro a través de la puerta falsa de la tumba.
El séptimo Genio era el más esotérico, jamás se le nombraba, y tenía una misión específica en el peso del corazón ante el Tribunal de Osiris, en la Sala de la Verdad-Justicia. Pasados los 70 días rituales, el cadáver era retirado del recipiente de natrón y mostraba una integridad tan perfecta, que hasta las pestañas y las cejas permanecían intactas, cambiando muy poco el aspecto del cuerpo. Se le trenzaba el cabello y le ponían ojos esmaltados; se lavaba el cuerpo con natrón líquido y lo embadurnaban con óleos perfumados. Recubrían el cadáver con resina fundida y teñían los dedos con alheña; tareas previas a la complicada ceremonia ritual del vendaje. Anubis era la Divinidad que presidía los embalsamamientos y la conservación de las momias, guía de los caminos y de la barca en que el Sol recorre los senderos celestes. Él es quien introduce al “muerto” en el Tribunal de Osiris y el que saca el corazón para su pesaje en la balanza de la Justicia.
Se dice que Anubis había enseñado a los egipcios el arte de envolver a sus muertos en vendas y que esto era esencial en el proceso de la momificación. Todo el ritual del vendaje seguía una estricta normativa de carácter Mistérico. La operación de colocar las vendas era complicadísima, y necesitaba el concurso de embalsamadores y sacerdotes que debían recitar oraciones y encantamientos y realizar exorcismos. Se reunían las vendas hechas con tiras cortadas de tela de lino, que debían ser de una forma especial, que cubrieran la parte del cuerpo a cada una destinada, debían comprarse en determinados lugares y llevar escrito en jeroglíficos su destino. Se necesitaban de doscientas a trescientas para envolver un cadáver. Las telas eran en general de color blanco, tomando con el tiempo un gris muy marcado. Las había también de color rosa o encarnado, que solían emplearse para cubrir la cabeza. Las vendas se untaban con aceites de varias especies, mieles, diez clases de aromas, flores, hierbas y gomas que purificaban y perfumaban el cuerpo del difunto. Cada venda recibía su nombre, dependiendo del lugar donde se aplicaba. Todos los ligamentos de la cabeza eran vigilados por los superiores de los Misterios para comprobar su exacto trabajo. Una vez colocadas las vendas con una banda ancha de dos dedos, se untaba la cabeza con aceites y se tapaban los orificios con aceite espeso.
El sacerdote rezaba entonces sus oraciones. Las uñas de las manos eran pintadas o doradas. La piel de las plantas de los pies se arrancaba, ya que los egipcios la consideraban impura, y la sustituían por sandalias de papiro, cartón o lino real, en las cuales pintaban a veces unos ojos para que no dieran un paso en falso, ni volviesen a andar en la Tierra; estas sandalias se colocaban debajo de las vendas. Las dos piernas eran atadas y vendadas como si fuesen una, adoptando la posición osiriana. Realizado todo el proceso del vendaje, se procedía a cubrir con elementos rituales distintas partes de la momia, con el fin de obtener la debida protección que el difunto esperaba de los Dioses de la muerte. Estos elementos eran cuatro: máscara, collar, peto y sandalias, o todos juntos, en forma de tapa a guisa de caja. En el decorado de estas piezas entraban todos los Dioses funerarios.
La pierna izquierda era protegida por la serpiente Buto (el Norte y Bajo Egipto); la pierna derecha era protegida por una cabeza de buitre (el Sur y el Alto Egipto). El cuello era protegido por dos categorías de collares y amuletos de seis filas. En el pecho se colocaba un collar funerario llamado Ousekh, con inscripciones sagradas, que terminaba en un escarabajo que se cosía a la momia por pequeños anillos. Estos elementos impedían que el cuerpo siguiera al alma. Los miembros eran colocados en actitud legal o de rito. Las mujeres, cruzadas las manos sobre el pecho; a los hombres se les dejaba las manos a lo largo del cuerpo o bien se hacía que la mano izquierda se apoyara en el hombro derecho. Sobre sus brazos y rodillas colocaban hojas del “Libro de las manifestaciones a la Luz”, conocido también como “Libro de la Oculta Morada” y popularmente como “Libro de los Muertos”. Sobre la cabeza se colocaba una corona de paja, símbolo de la verdad, para que el difunto pudiera pronunciar el Ma-Kheru, la palabra de la Verdad. A la momia se la rociaba con incienso y agua lustral para lavarle de sus impurezas, y se entregaba a los colckyti, que eran los encargados de entregarlas a los familiares, en presencia de los sacerdotes, que realizaban la última ceremonia, la apertura de la boca con el hacha Nu y del vientre.
El sacerdote aproximaba su cara al muerto para comunicarle su fluido vital, pronunciando la última frase del ritual de embalsamamiento:
«Tú resucitas, tú resucitas para siempre, estás aquí de nuevo, joven para siempre».
Colocaban a la momia junto con los vasos canópicos en la barca funeraria, que a través del Nilo era conducida al Valle de las Tumbas, realizándose festines y danzas rituales; ya ubicada en sus última morada, era colocada en el sarcófago en postura vertical. Con todo este sagrado y mistérico proceso de la momificación se permitía al difunto efectuar, en las mejores condiciones posibles, su viaje al Más Allá, para acceder a la Inmortalidad.
La técnica de embalsamar alcanzó en Egipto las más altas cotas de perfección, totalmente comparables a las realizadas en nuestra Medicina, con toda su parafernalia técnica y científica. La gran diferencia estriba en el carácter ritual, sagrado y mágico que motivaba al pueblo egipcio y más concretamente a la alta casta sacerdotal, a llevar a cabo tan sofisticado método.
Los rituales de momificación e inhumación eran más importantes, incluso, que la propia existencia, dado que la tumba se imaginaba como un lugar de renovación de la vida terrenal, adquiriendo así una importancia primordial. Para garantizar la continuidad en la otra vida se debían construir tumbas seguras en las que habitaría el espíritu de los difuntos, a quienes había que asegurar el mismo bienestar que tuvieron en la vida terrenal. Para ello se depositaba un rico ajuar y se realizaban ofrendas de alimentos, de las que se ocupaban los vivos. Los alimentos eran indispensables, pues si faltaban el alma tenía que vagar en su búsqueda.
Para concluir hay que decir que el embalsamamiento no era exclusivo únicamente de los seres humanos, de las grandes y distinguidas personalidades. También era habitual hacer este proceso con los animales, con toros, cocodrilos, gatos, ibis… criaturas que también se consideraban protectoras dentro de la cultura egipcia.
Tras la muerte, al poco tiempo, según la creencia egipcia, el individuo perdía acceso a todos los placeres y beneficios disfrutados durante su existencia terrenal. Para recuperar sus beneficios en su nueva existencia, la persona – sea cual fuera su posición social en vida – era conducida por el dios Anubis para presentarse al Juicio de Osiris, lugar en que recibía una evaluación de sus errores presidida por 42 demonios, representando los 42 nomos del Alto y Bajo Egipto. Antes del comienzo del juicio, fue entregado a los difuntos el “Libro de los muertos”, donde obtenía las pautas debidas de su comportamiento durante la sesión realizada. Para que recibiese la aprobación de las divinidades, era necesario que el juzgado no hubiera cometido una serie de infracciones, como robar, matar, cometer adulterio, mentir, provocar confusiones, mantener relaciones homosexuales o escuchar conversaciones ajenas. En el ápice del juicio, Osiris pesaba el corazón del fallecido en una balanza. Para que la persona recibiera la aprobación, su corazón debía ser más ligero que una pluma. De lo contrario, el individuo no podía entrar en el Duat, una especie de submundo de los muertos, y la cabeza del culpable era devorada por un dios con cabeza de cocodrilo, Sobek.
Hay que entender que para la mentalidad egipcia, el individuo forma parte de un grupo social, y esta solidaridad entre individuos debe mantenerse para que la existencia permanezca. Por ello, es fundamental conservar la identidad de cada individuo, de manera que sus asociados lo puedan reconocer y contactar. Esos asociados son su familia y también las “partes psíquicas” en las que el individuo se divide cuando muere: ante todo, el ka (o “doble”), que era como el reflejo inmaterial del individuo, el equivalente de su personalidad, que residía en la tumba y cuya función era recibir las ofrendas de los vivos, y el ba, que representaba el alma vegetativa, el principio animador del organismo que podía viajar lejos del cuerpo en forma de un pájaro con cabeza humana, y que transitaba de la tumba al mundo de los vivos, cada día; pero también, la sombra y el nombre del difunto.
Por otro lado, el difunto sufre una serie de transformaciones post-mortem. Aparentemente, nadie se las causa, sino que le ocurren. Estas transformaciones, tal y como se describen en 85 capítulos de los “Textos de los Ataúdes”, son de una gran diversidad y complejidad: el difunto se transforma en animales como una golondrina, un toro, halcones o una pulga, plantas como el trigo del delta, cosas como viento o la llama, dioses como el rey del cielo, o bas de dioses. Un asunto de esencial importancia que hay que dirimir precisamente es si las transformaciones le ocurren al difunto o a una parte del mismo (en particular, a su ba). Al morir, el sujeto era desde entonces un nuevo Osiris, porque participaba de las ritos cuyos beneficios había sido el dios Osiris el primero en experimentar.
En el caso de los faraones, se les imaginaba una supervivencia solar: el faraón muerto volvía al mundo de los dioses, al que realmente pertenecía por naturaleza, y subido a bordo de la barca solar, podía eternamente bendecir el Egipto, que había gobernado. La idea de una supervivencia en la tumba misma no se perdió jamás, y los egipcios designaron las tumbas con un término muy expresivo: “moradas de eternidad”.
Con el tiempo, la postura de los egipcios ante la muerte experimentó algunos cambios. El beneficio de los distintos modos de supervivencia tras la muerte se extendió poco a poco a todas las capas de la sociedad. Se habla, a veces, de una democratización de los ritos y las concepciones funerarias. Pero no puede pensarse que las clases más bajas estaban incluidas en esta concepción paradisíaca ultra terrenal.
Otros cambios que fueron apareciendo fueron las condiciones. A los paraísos que imaginaban, los egipcios le supusieron unas condiciones de acceso. Entre las condiciones, la más esencial era la práctica del bien en este mundo. El acceso al mundo de los dioses, presidido primero por Ra, y más tarde por Osiris, se determinaba sólo al término de un juicio cuya realidad determinaron muy pronto los sabios egipcios.
En el Imperio Nuevo se proveyó a los sarcófagos de unos rollos que llevaban las fórmulas redentoras capaces de salvar el alma de todos los peligros: el ya citado “Libro de los Muertos”.
El momento más conocido es el de la confesión negativa, formada por fragmentos de las enseñanzas de los sabios, de llamamientos teológicos y prácticas mágicas:
“No he cometido injusticias contra los hombres, no he maltratado a los animales, no he hecho daño en lugar de justicia, no he blasfemado a mi dios, no he empobrecido a un pobre, no he hecho sufrir, no he hecho llorar, no he matado, no he falseado el peso de la balanza… soy puro, puro, puro, no me sucederá daño alguno en este país, en esta sala de audiencia de la doble justicia, porque conozco el nombre de los dioses”.
Para asegurar la eternidad de los muertos, estos debían inhumarse en tumbas que preservarían el cuerpo al mismo tiempo que se practicaban ceremonias y ritos para asegurar la conservación del “resucitado”. Por tanto, la arquitectura funeraria creó obras que figuran entre las más bellas y grandiosas de la antigüedad. Se cree que había una jerarquización en la elección del tipo de tumba, en base a la pertenencia del difunto a una escala social determinada. Así, los sacerdotes y faraones fueron enterrados en mastabas, construcciones en forma de trapecio, divididas en dos compartimientos, una para el sarcófago y otro que almacena las ofrendas del ritual funerario.
Otro de esos medios mágicos lo constituía la palabra, pronunciada durante los rituales de enterramiento y ofrenda o bien escrita en forma de conjuros y encantamientos. En este último apartado destaca la colección de los que conforman el denominado “Libro de los Muertos” (denominación propuesta por primera vez, en el siglo XIX por el egiptólogo alemán K. R. Lepsius). Pero su título original podría traducirse como Libro de la salida al día o Libro para salir durante el día, lo que deja ver su función básica: permitir a su dueño continuar viviendo en el Más Allá, salir de su sepulcro y vivir de nuevo en la tierra o unirse al sol en su viaje diario por el cielo. Para ello, además de vencer a la muerte, el difunto debía sortear los peligros que pudieran acecharle en su camino hacia el Inframundo, la región en que habitan los muertos.
El “Libro de los muertos” era crucial en la creencia egipcia sobre la muerte y la vida eterna, y se suele considerar como una evolución de los “Textos de las Pirámides” del Imperio Antiguo, los escritos funerarios más viejos de todo el mundo, pues el precedente más remoto se encuentra en la segunda mitad del Reino Antiguo (2686-2160 aC), esculpidos en las cámaras internas de las pirámides, tenían por objetivo ayudar al faraón difunto a recuperar su vigor para despertar a su nueva vida, unirse a sus compañeros los dioses y ascender al cielo, donde podría surcar la bóveda celeste junto a Ra, el sol, renacido cada amanecer.
Los “Textos de los Ataúdes” deben su nombre actual al hecho de que los encantamientos se plasmaban en la cara interna de los féretros. De los cerca de mil doscientos encantamientos de los Textos de los Ataúdes, un buen número se actualizan, muchos se descartan y entran en juego otros nuevos. En esos momentos se cuentan casi doscientos capítulos diferentes. Los hechizos, himnos y demás fórmulas del Libro de los Muertos se colocan bien junto a la momia (escritos sobre las vendas o en un rollo de papiro depositado en el interior del ataúd) o bien cerca de ella, insertados en algún tipo de contenedor. Es lo que ocurría a finales del milenio I aC. con las frecuentes estatuillas de Osiris, dios de los muertos, hechas de madera pintada y ahuecadas para tal fin.
Los textos del “Libro de los Muertos” son de muy variada índole. Un primer grupo de conjuros busca la provisión continua de alimentos o de aire para toda persona que llegue a utilizarlos. También son frecuentes las invocaciones dirigidas a asegurar al difunto el mantenimiento de algunas de las facultades de las que gozaba en vida, como no perder el dominio sobre su boca o recordar cuál es su nombre. Destacan especialmente las invocaciones relacionadas con el corazón, como, por ejemplo, para que este órgano no testifique contra su dueño durante el juicio de los muertos, en el que se valora si se es digno o no de disfrutar de una existencia eterna tras la muerte. Y son constantes los hechizos destinados a proteger al muerto de animales peligrosos y de algunos de los habitantes del inframundo.
Otro grupo de textos busca que el difunto pueda desplazarse libremente, tanto por el cielo como por los espacios que componen el Más Allá. Los encantamientos le otorgan todos los conocimientos necesarios para ello: las palabras mágicas, secretas, que habrá de decir a los monstruosos guardianes que guardan las puertas con enormes y afilados cuchillos para que le dejen pasar, o los nombres de las partes de los barcos que le permitirán cruzar las aguas del Inframundo o surcar el cielo a diario.
Incluso se facilitan itinerarios que detallan los paisajes del mundo de los muertos, su orografía, edificios y habitantes. Con ellos, el difunto podrá sortear los peligros y atravesar sus regiones por los lugares más propicios. Para los vivos son muy frecuentes las instrucciones sobre la confección y preparación de los amuletos que habrán de incluirse entre las vendas de la momia o que recibirán sobre su superficie un capítulo concreto del libro.
Se especifican los materiales a utilizar, las condiciones de pureza bajo las que una persona debía emplear el texto (sin haber comido determinados tipos de carnes o pescados, por ejemplo) o las imágenes y figuras que tendrán que usarse o dibujarse en el ritual en que el encantamiento debía ser recitado.
Un conjunto capital es el de las “fórmulas de las transformaciones”. Con ellas, el difunto podrá transformarse en diferentes seres que permitirán su feliz renacimiento en el Más Allá. Muchos de ellos parecen estar relacionados con el sol, que muere y renace todos los días, y por ello modelo de una vida eterna en transformación.
El muerto podrá conocer el mismo destino que el sol si se metamorfosea en un halcón de oro, en una flor de loto (que se abre al alba y se cierra durante la noche), en la garza Benu (el posterior ave fénix de los griegos) o en una golondrina. Podrá ser dueño de sus actos e incrementar su poder si se transforma en un cocodrilo o una serpiente, o mostrar la superación de la muerte al adoptar la forma del dios Ptah o la de un ba (elemento intangible del ser humano) vivo.
Son muchos los ejemplos que se conservan del Libro de los Muertos en museos y bibliotecas nacionales de todo el mundo. Los destacados se encuentran en el Louvre, en el Museo Egipcio de El Cairo y, especialmente, en el British Museum.
En lo referente al tipo de tumbas egipcias, en su gran mayoría, se caracterizaron por su colosal estructura vinculada a la adoración y poder religioso del faraón, considerado un dios. De igual forma, se diferenciaron por la utilización de la piedra en formada tallada, que fundamentaba la creencia de la construcción de una morada eterna y perdurable en el tiempo, protegía al cuerpo de la intemperie, y enaltecía al monarca, el cual era acompañado de innumerables objetos que usaría en su vida al más allá. El entierro de los faraones y de los miembros de las capas sociales altas se daba lugar en tres construcciones diferentes: las Pirámides, las Mastabas y los Hipogeos, monumentos en los que los más poderosos buscaban, tras su muerte, la seguridad en esas imponentes “casas de eternidad”.
- Las mastabas, las tumbas más antiguas de Egipto, consistían en unos enormes bancos con forma de pirámide truncada. Llegaban a medir 20 metros de altura. Fueron la sepultura de los soberanos del período Arcaico de Egipto. Mastabat, es una palabra árabe que designa un banco de madera donde exponer la mercancía para su venta en el mercado. Consta
de dos partes: la cámara funeraria, subterránea, y la capilla en la parte superior que consiste en una construcción en forma de pirámide truncada. Se cree que simboliza la unión del Alto y el Bajo Egipto. Estas tumbas en forma de pirámide truncada debían parecerse a los puestos de venta de los mercados, y los árabes las llamaron así. Tenían varias salas, entre ellas, la cámara funeraria. Ésta estaba situada en el nivel subterráneo y después sellada para protegerla. El acceso era a través de un pasillo en donde se hallaba una capilla para las ofrendas y un espacio cerrado con la estatua del fallecido. En el nivel inferior, se encontraba la cámara funeraria con el sarcófago del faraón. Una característica de las mastabas eran las estelas llamadas de “falsa puerta”. Esto era la representación en bajorrelieve de una puerta muy alta y estrecha, con una especie de persianilla, también en piedra, arrollada en la parte superior del dintel. Estas “falsas puertas” tenían por finalidad que el alma del difunto pudiera salir del sepulcro por medio de fórmulas mágicas. Representaba la puerta por la cual volver al mundo de los vivos. Se decoraban las paredes con ofrendas para el alma del difunto. En estos paneles de bajorrelieve se representaban todos los objetos y alimentos que se ofrecían al alma del fallecido.Las mastabas mejor conservadas están en la necrópolis de Saqqara, cerca de El Cairo, destacando la de Nebetka, el gran visir del faraón Teti.
Las razones del paso de las mastabas a las pirámides no se conocen bien, pero se menciona generalmente el deseo de alcanzar alturas cada vez más significativas para manifestar la importancia y el poder del faraón difunto.
- Las pirámides se iniciaron con la denominadas pirámides escalonadas, derivaciones de las mastabas. Estaban constituidas con varias gradas, a modo de una “escalera gigantesca” que se elevaba hacia el cielo. La primera y más famosa de estas es la Pirámide Escalonada de Saqqara del faraón Dyeser (Zoser) de la III Dinastía de Egipto. Según Manetón, el sacerdote e historiador egipcio, el arquitecto que la edificó fue Imhotep, el primer arquitecto de la historia, que posiblemente quiso simbolizar con esta primera pirámide la ascensión del difunto del “mundo terrenal hacia los “Cielos”.
Las pirámides estaban conformadas por un recinto rodeado por una muralla con una puerta de acceso a un gran patio acompañado de algunas pequeñas tumbas y un santuario. Aunque posteriormente, se emplearon las pirámides integradas a los templos de los egipcios con una rampa de ingreso a la majestuosa construcción, que internamente poseían una red de pasadizos secretos que dificultaban la llegada a la cámara donde se encontraba el faraón, contando con conductos de escape y ventilación que salían al exterior. Estas edificaciones fueron evolucionando hasta convertirse en las clásicas pirámides lisas de cuatro caras, que uniéndose en la parte superior formaban un piramidión(pirámide diminuta realizada de un solo bloque).La cámara funeraria se encontraba al final de un corredor conectado con la entrada de la tumba por una rampa.
Las pirámides son los elementos más importantes, aunque no los únicos, del “complejo funerario” que incluye otras estructuras esenciales y con significados teológicos y simbólicos como el templo funerario, el muro que rodea el complejo, la rampa procesional, el templo inferior y la pirámide satélite.
La pirámide es la materialización en piedra de los rayos solares y estaba destinada a acoger y proteger la momia real. Su desarrollo se basó en tres ejes: el eje vertical, que unía la tierra con el cielo y al faraón con su padre divino Re; el eje norte-sur o eje terrestre, paralelo a la dirección del río Nilo, y el eje este-oeste o eje celeste, paralelo al curso diurno del astro solar que nace por el este y muere por el oeste, regenerándose cada día. El eje terrestre se define en la pirámide por la entrada, que se encuentra situada en el lado norte, y por el corredor descendente, que se dirige hacia el sur en dirección a la cámara del sarcófago. El eje celeste o solar se relaciona con el concepto de Resurrección.
En el lado este de la pirámide se sitúa el templo funerario, lugar donde se practicaba el culto diario al rey difunto y divinizado que garantizaba el orden sobre la tierra, y donde los sacerdotes depositaban los alimentos delante de la estela de falsa puerta que se encontraba en la sala de ofrendas.
La pirámide satélite estaba situada en el sureste de la pirámide real y cumplía, con respecto al templo, una función de cenotafio. Estaba destinada al Ka del rey y no incluía sarcófago ni instalación de culto. Algunas de estas pirámides satélites sirvieron de tumba para las reinas.
Los “Textos de las Pirámides” nos dan una respuesta al porqué de su existencia. La declaración 267 de estos textos afirma: “Una escalera al cielo se dispone para mi (alusión al rey) para que pueda ascender por ella al cielo”, la declaración 717 del mismo texto afirma que “el rey comió cinco veces en un día de veinticuatro horas, tres en el cielo y dos en la tierra: en la mañana y en la tarde.” Las pirámides escalonadas representarían, por tanto, la escalera por la que el rey debía ascender desde la tumba al cielo.
El faraón Zoser, de la IIIª dinastía (2700-2620 aC.), encargó a su arquitecto Imhotep la construcción de un gran complejo funerario en Saqqarah, consistente en un gran recinto amurallado en cuyo centro se alza la pirámide escalonada; se cree que la genialidad del arquitecto estribó en construir una serie de mastabas superpuestas y decrecientes en tamaño. En los muros del recinto, destacan las columnas protodóricas.
Snefru, fundador de la IVª Dinastía (2600-2500 aC.), edificó tres pirámides; la primera escalonada, la segunda romboidal y la tercera presenta por primera vez la regularidad geométrica de la pirámide perfecta: es un edificio de planta cuadrada, cuyas cuatro caras o fachadas son triángulos isósceles con las puntas convergentes; está construida con piedra dura y recubierta por un revestimiento muy fino de caliza. Las pirámides posteriores están concebidas exactamente sobre el mismo plan, variando solamente las dimensiones; el revestimiento de caliza aparece reemplazado a menudo, en la base, por otro de granito.
El conjunto más célebre es el de las pirámides de Kheops, Kefrén y Mikerinos, levantadas sobre la meseta de Gizeh. Constituyen estaban en la lista de las Siete maravillas del mundo. Si bien el aspecto exterior apenas cambió, la evolución prosiguió en la disposición de las cámaras funerarias, que dejarán de ser subterráneas. El conjunto se completa con templos funerarios en la orilla del Nilo, conectados con las pirámides mediante suaves rampas. Al norte del templo funerario de Kefrén se encuentra la Esfinge (Pa Sechem Ankh: la imagen de la vida).
- Los hipogeos o siringas eran tumbas excavadas en el interior de una montaña que presentaban una planta interna con una serie de corredores inclinados que conducían primero a un vestíbulo y luego a la cámara funeraria, cuyo espacio también contenía una capilla de culto y pequeños depósitos para las ofrendas.
El continuo saqueo de las antiguas tumbas faraónicas y lo costoso de su construcción debieron ser factores decisivos para el triunfo del Hipogeo. Este tipo de enterramiento consistía en una tumba excavada en la roca, de muchos metros de longitud y profundidad. Ya se utilizó en el Imperio Medio en la necrópolis de Beni Hasam, pero no fue hasta el Imperio Nuevo cuando se llevó a cabo el enterramiento de varias dinastías de Tebas al otro lado del Nilo, en el paraje desértico que conocemos como Valles de los Reyes y Valle de las Reinas.
Los primeros hipogeos eran simples: un pasillo y una cámara funeraria. Los de los grandes faraones y faraonas del Imperio Nuevo se hicieron más complejos y se decoraron lujosamente con pinturas relativas a la vida en el Más Allá, y a la acogida que los dioses dispensaban al difunto. También poseían un complejo funerario, pero al otro lado de la montaña, junto al ríValle de los Reyes, en la orilla occidental del río, y los más conocidos son el de Tausert y Sethnajt.
Pero la tumba no albergaba exclusivamente al cadáver; la mastaba era un monumento funerario en un lugar de culto; el sentido de la pirámide y el hipogeo sólo pueden comprenderse si se tiene en cuenta su relación con los templos funerarios donde los muertos recibían las plegarias y las ofrendas estipuladas.
A las representaciones del muerto se unía, además de un mobiliario fúnebre que siempre había acompañado al difunto, estatuillas cuyo nombre egipcio significaba “los sustitutos”: eran pequeños servidores de madera o arcilla a quienes la eficacia de las fórmulas mágicas convertían en obreros, empleados, servidores reales, que permitirían al rico, llegado al otro mundo, llevar la vida que había llevado siempre.
Porque, en sus creencias, el muerto representaba un ser nuevo: el alma se reintegraba al cuerpo cuando los especialistas funerarios daban cumplimiento de los ritos sobre el cadáver previamente momificado.
Bibliografía
“Faraones y pirámides”, de A. Blanco Freijeiro y otros
“Ideas de los egipcios sobre el más allá”, de E.A.W. Budge
“La Cosmología de los Textos de las Pirámides”, de James P. Allen. Versión española en Internet, de R. M. Thode, en http://www.egiptologia.org
“La inmortalidad en el antiguo Egipto”, de J. Martínez
“Momias: la derrota de la muerte en el antiguo Egipto”. J.M. Parra Oritz
“Momias reales: la inmortalidad en el antiguo Egipto”, de F. Janot
“Arqueología”, de C.Guiral y M. Zarzalejos.
El arte egipcio siempre estuvo muy vinculado con la religión y la creencia del más allá. Pero tengo una duda, el embalsamiento solo se realizaba con personas de poder? es decir, faraones y demás, o también realizaban lo mismo con civiles?
Hola Daniela.En primer lugar muchas gracias por leernos. Efectivamente el arte antiguo en general tenía unos claros objetvos que eran representar y comprender la esencia humana y todo aquello que rodeaba la vida, lo conocido y especiamente lo desconocido, tan vinculado a las creencias y la religión. El arte egipcio en ese sentido tenía un carácter casi mágico y siempre religioso.
En cuanto a las prácticas de embalsamiento, en la procura de asegurarse la vida eterna, eran desarrolladas en el Antiguo Egipto sobre todo para soberanos y altos dignatarios. Progesivamente se iría generalizando esta práctica, llegando a popularizarse ya en la época grecorromana.
Un afectuoso saludo