En el concello coruñés de Pontedeume, en la parroquia de Nogueirosa se encuentra el castillo de los Andrade conocido como Castillo de Nogueirosa. Hoy en día el Castillo pertenece a a la Casa de Alba.
Los condes de Andrade fueron los señores feudales de la comarca y de las villas de Betanzos, Pontedeume, Ferrolterra, etc…, en la provincia de A Coruña.
Don Fernán Pérez de Andrade, O Bó (El Bueno), es el primer conde ya que fue quien recibió los señoríos de Pontedeume y Ferro, en 1371 y de manos del mismísimo Enrique de Trastámara.
Fueron varios los descendientes del linaje que pasaron a la historia, algunos por su dureza como Nuño Freire de Andrade (con revueltas campesinas incluidas). En el siglo XVI, por falta de descendencia masculina, los títulos y derechos pasan (por causas matrimoniales), a la casa de Lemos.
Si queréis ampliar información sobre esta familia de la nobleza, podéis consultar nuestra publicación: Los Condes de Andrade.
El castillo e Nogueirosa se alza sobre la Peña Leboreira, a 309 metros de altitud, dominando toda la desembocadura del río Eume y el nacimiento de la ría de Ares. Fue mandado construir por Fernán Pérez de Andrade “O Boo”, y data de 1369. Según parece fue levantado sobre una antigua fortificación del siglo XII o XIII.
Los terrenos donde se levantó el castillo pertenecían a los monjes de Sobrado, quienes no permitían aquí su construcción. Tras dos años el conflicto se solventó, a causa de la amistad de este con Juan I y al pago de 10.000 maravedís mensuales a los monjes, con lo que Fernán pudo finalizar su obra en 1377.
El castillo se alza sobre una gran roca que hace de defensa natural en gran parte de su contorno. Está hecho con grandes bloques de sillería que le dan un aspecto robusto. La parte más allanada estaba separada de las murallas por un foso defensivo del que aún hoy puede apreciarse algo. Este emplazamiento y sus reducido tamaño nos hace constar que el castillo era más bien un baluarte defensivo que una residencia nobiliar. La puerta de entrada, que es apuntada, está flanqueada por dos torreones y conserva dos de los escudos familiares. Detrás de esta se sitúa el patio de armas, también de reducidas dimensiones (140 m2). Existe también una planta subterránea, excavada en plena roca que era utilizada como calabozo. Pero sin duda lo que más destaca es la imponente torre del homenaje.
Se levanta ni más ni menos que a 20 m de altura con una anchura de 10 m. En su día albergó tres sótanos y tres pisos. El de más arriba estaba cubierto con una bóveda de cantería de la que se conservan algunos restos. Por encima se situaba la almena desde la que se divisaba un amplísimo territorio.
Aunque hoy en estado ruinoso, conserva la torre del homenaje con planta cuadrangular de 10 por 20 metros de alto y 2,5 metros de grosor, parte del recinto exterior, torre defensiva que según los estudios estaría formada por tres pisos: El piso superior con almenas destinado a vigilancia, el intermedio destinado al alojamiento del señor como casa palacio. En este castillo lleno de ricas leyendas e historias, Enrique II dono al señor Andrade cuantos terrenos alcanzase su vista en agradecimiento al apoyo prestado en al guerra contra su hermanastro Pedro el Cruel.
Como todo castillo tiene sus leyendas. La más conocida es la que decía que existe un túnel subterráneo que comunicaba este castillo con el otro que hay en la villa de Pontedeume, también construido por los Andrade y del que sólo queda la Torre del Homenaje. Ambos están separados por más de 3 km, que si bien están línea recta, el desnivel del terreno impide un camino directo.
Se encuentra en un lugar estratégico que servía para dominar buena parte del Valle del Eume y sus fragas y casi toda la comarca de Pontedeume, la ría de Ares y el arenal de Cabanas. También recibe el nombre de Castillo de Campolongo o Castillo de Nogueirosa.
Es a partir de ahora cuando se le conoce como el Alcázar de los Andrade. Cuenta la leyenda que unos años antes, durante la primera revuelta popular irmandiña, la fortaleza fue atacada por Alonso de Lanzós, quién fue capturado por Nuno Freire. Este mandó cortar una mano a Lanzós y encerrarlo durante cien días en una oscura mazmorra. Después de esto lo enterró vivo en uno de los muros del castillo.
La fase original del castillo no duró más de cien años, pues en 1467 y a causa de la siguiente revuelta irmandiña fue destruido completamente. Poco después volvió a ser reconstruido. Tres siglos después pasó a manos del Conde de Lemos y después a la casa de Lerma.
En el siglo XIX un arquitecto llamado Tenreiro lo restauró profundamente, por orden del Duque de Alba, que era el propietario del castillo.
Se trata del primer monumento de la provincia de A Coruña que recibió el reconocimiento de Monumento Nacional en el año 1924. En 1949 fue protegido por decreto y en 1985 por el Patrimonio Histórico.
Al pasar por delante de este castillo, todavía hay campesinos en el lugar que se santiguan diciendo:
“Que Deus teña na gloria os que morreron no castelo da fame”.
Una plegaria respetuosa que obedece a la romántica y cruel historia legendaria, transmitida de padres a hijos, entorno a un espantoso calabozo secreto que se dice existió en esta fortaleza y en el que dos jóvenes amantes fueron enterrados vivos.
Fue a finales del año 1389, cuando este castillo estaba al cuidado de un alcaide robusto y fuerte, un tanto presuntuoso y enamoradizo, llamado Pero López. Un hombre violento y cruel que planificó y llevó a cabo la más horrible de las venganzas.
Le había echado el ojo a la joven Elvira, doncella de la Señora de Andrade, pero ella no correspondía a sus atenciones pues tenía amores con Mauro, el paje favorito del Señor por tratarse de su hijo bastardo. Ambas circunstancias, ser el preferido de Elvira y del propio Conde, fueron poco a poco avivando las llamas del profundo odio que Pero López llegó a profesar al joven Mauro.
Una tarde, bajó al Pazo de la Villa a arreglar unos asuntos y allí vió a Mauro y a Elvira cuchicheando y sonriendo. Se burlaban del amor que la joven había inspirado al viejo alcaide y, a carcajadas, le miraban con desdén. Pero López, estremecido de rabia y de celos, les juró odio eterno y comenzó a maquinar su venganza, que a los pocos días llevó a cabo con la mayor sangre fría.
Ayudado por Zaid, un esclavo negro que le obedecía ciegamente como un perro y que para mayor suerte era mudo, narcotizó y secuestró a los jóvenes amantes, trasladando sus cuerpos desmayados a un subterráneo escondido en la torre del castillo del cual muy pocos tenían noticia. Se accedía a él bajando unas pendientes y ruinosas escaleras que conducían a una reducida estancia, húmeda y oscura. Allí, una de aquellas paredes mohosas se abría, manejando un resorte hábilmente ocultado, dando paso a una celda maloliente y repugnante. Frente a frente, contra dos de los muros del lugar, depositó los cuerpos de los amantes, ambos sujetos con cadenas y atormentados con mordazas de madera.
Los dos jóvenes estuvieron mucho tiempo sufriendo el horroroso martirio de contemplarse en aquella situación de la cual no podían librarse. Mientras, el Señor de Andrade en vano intentaba dar con el paradero de su querido paje y de la doncella de su mujer, pero con el paso de los días fue haciendo caso a las habladurías del pueblo y creyendo que habían huído juntos.
Al cabo de los meses, una mañana ya de verano llevaron al Pazo de la Villa a Pero Lopez malherido. Había tenido una pelea con un escudero a causa de cierta hazaña que hiciera la moza de éste. Y cuando el Conde fue a verle a su lecho de muerte, escuchó del alcaide la confesión de su espantoso crimen, cuyos remordimientos le aterrorizaban en esa hora fatal de su vida: “Señor, os pido perdón. Fui yo quien, por envidia y genio, enojado por el desprecio de Elvira, encerré en el subterráneo de la torre a ella y a vuestro paje Mauro… Mi intención no era acabar con sus vidas, sino vengar mi corazón roto causando un profundo sufrimiento a los amantes. El esclavo negro les llevaba de comer, hasta que un día Mauro logró librarse de las cadenas y le atizó con el hierro dejándole malherido. Pero mientas el rapaz acudía a liberar a Elvira, el fiel Zaib se arrastró hasta llegar a la poterna y, aunque cayó muerto a la entrada del calabozo, tuvo tiempo de cerrar el muro impidiendo la salida de los jóvenes. Al cabo de las horas, cuando lo eche de menos, baje al subterráneo y encontré al negro muerto, con la cabeza destrozada y ensangrentada… ¡Cogí miedo, Señor!, comprendí lo que había sucedido y no me atreví a descorrer el muro nunca más, ¡y los infelices murieron de hambre!
Ante tan espantoso relato, el Señor de Andrade enterró su daga en el pecho del asesino de su hijo, arrancándole la poca vida que le restaba. Luego corrió al subterráneo del castillo, vertiendo lágrimas de desesperación y allí descubrió los cuerpos de los dos amantes, que se encontraban juntos en un abrazo de eterna despedida.
Después que les hizo un entierro casi regio en la Villa, el Conde se encerró en su castillo y pasó llorando los días que le quedaron de vida, a aquel hijo querido, muerto tan joven y de un modo tan horroroso.