Sin duda una de los grandes ejes del auge y expansión de Roma fue la implantación de las primeras carreteras de la historia planificadas y ejecutadas por un estado. Con ellas, además de facilitar las comunicaciones, lo que se estaba construyendo era la cohesión del territorio, la vertebración económica y la difusión de ideales políticos, artísticos y religiosos. Su importancia justifica dedicar una entrada monográfica a las vías romanas.
Ya desde el siglo IV a.C. se define un correo estatal (cursus publicus), con paradas para los correos (mutationes), lo que nos da una idea de la importancia de las vías como elemento articulador del estado romano.
La red de vías romanas se establece a partir de la República, ya que la más antigua, la Vía Apia se ha datado en torno al año 312. a.C.
Es cierto que ya en épocas anteriores a las de la gran Roma, los pueblos contaban con vías de comunicación que facilitaban la cobertura de las necesidades militares, religiosas y comerciales, pero, sin duda, cabe a los romanos el honor de hacer verdades obras de ingeniería, toda vez que a diferencia de, por ejemplo, los griegos que se preocupaban más por la belleza del lugar, su fortaleza o la proximidad a los puertos, por el contra los romanos fueron mucho más allá al perforar colinas, construyeron calzadas, acueductos desagües, etc. El resultado, en cifras, es impresionante, entre 90 y 120.000 kilómetros de carreteras, desde las orillas del Éufrates hasta la costa de Finisterre y desde Escocia hasta el norte de África.
No todas las calzadas eran de igual categoría: existían las terrenae (de tierra, muy comunes), las glarea stratae (una calzada empedrada con guijarros o pequeños cantos rodados) o las silice stratae (de piedras de medio tamaño).
Pero la calzada ideal, que solo se construyó en la mejor época del Imperio, era la que llegaba a las grandes ciudades. Tenía hasta un metro de espesor, y constaba de los siguientes elementos:
- El statumen o cimientos que se adecuaban a las características de la zona.
- El rudus, una capa de cascajos sobre los cimientos.
- El nucleus, directamente encima del rudus se extendía arena y cal mezclada con cantos rodados y todo ello apisonado.
- El pavimentum (summa crusta o summa dorsum), de losas encajadas con piedras más pequeñas y esquirlas metálicas. Su superficie estaba peraltada en las zonas necesarias y ligeramente abombada, para la evacuación del agua de lluvia.
El punto donde se situó el kilómetro cero, fue en Roma, en tiempos de Augusto, y desde ahí partían las grandes vías que se irían ramificando en caminos secundarios formando una enorme telaraña que llegaba a todos los territorios del imperio.
Antes de la llegada de los romanos a la Península Ibérica, y a otras regiones de Europa, no existían carreteras propiamente dichas. Sí que existían caminos para el ganado de poca importancia, que unían poblados indígenas.
La administración romana, únicamente proyectaba la construcción de carreteras en territorios sobre los cuales tenían pleno control, es decir sobre territorios previamente conquistados y pacificados. Es un error tradicional de la historiografía, considerar la construcción viaria como un elemento asociado a la conquista militar, se debe considerar la ejecución viaria con un sentido comercial y con una planificación de tipo política.
Hasta el siglo IV a.C. las calzadas romanas eran poco más que senderos que conducían a Roma desde las distintas ciudades del Lacio. A partir de entonces, la construcción de carreteras se planificaba directamente desde Roma, pues se trataba de un asunto de carácter estratégico de gran importancia. Las autoridades locales no tenían ninguna potestad al respecto.
Las obras eran financiadas con recursos del erario público mayoritariamente, aunque algunos tramos podían ser financiados con fondos procedentes de particulares y personajes ilustres que actuarían como mecenas. Estos personajes adquirían así prestigio y notoriedad, elementos indispensables para progresar en la carrera política. En algunas ocasiones los mismos emperadores, aportaban parte de su fortuna privada, para promover vías y ser recordados tras su muerte.
Los expertos constructores siempre diseñaban las vías atendiendo a un aspecto que resultaba vital: la pendiente longitudinal. Al tratarse de vehículos de tracción animal, una excesiva pendiente sería desastrosa para el correcto desplazamiento de las cargas. Los técnicos romanos siempre respetaron una pendiente máxima del 8%, y sólo utilizaron este porcentaje cuando era estrictamente necesario, en casos puntuales y para tramos muy cortos. En el caso que fuese necesario rebajar las pendientes del terreno en los puntos altos, se realizaban desmontes del terreno, de tal manera que la carretera quedaba entallada y flanqueada por taludes.
Existía un especial interés por construir las vías en zonas bien drenadas. Para solventar problemas de humedad en terrenos llanos, lo que se hacía era elevar la carretera. En zonas elevadas, para evitar problemas de este tipo, se intentaba seguir la línea natural de vertiente. En otros casos, cuando era necesario pasar por muchos cursos de agua, lo que se hacía era desviar la carretera hasta encontrar el lugar en donde confluían todos los afluentes para, mediante puentes, cruzar todos de una sola vez. Los romanos dominaron a la perfección la hidráulica y las técnicas de canalización; cuando fue necesario desecaron lagos enteros para construir una vía.
Para salvar los obstáculos más difíciles se proyectaban puentes y túneles. Existen túneles de más de un centenar de metros verdaderamente impresionantes y no son pocos los que se construyeron. El mayor problema en la construcción de túneles, no fue la dificultad técnica de su elaboración, fue el de la iluminación. Se han encontrado huecos en las paredes de los túneles para albergar lucernas (lamparitas de aceite), y en algunos casos se realizaban aperturas hacia el exterior a modo de ventanas. Normalmente se alquilaban o compraban antorchas a la entrada de los mismos.
En cuanto al ancho de la calzada, normalmente dependía de la importancia militar y económica de la región así como de las ciudades que debía conectar. Lo habitual era que el ancho de la vía estuviese entre 1,5 y 8 metros.
Para la construcción de las carreteras se aprovechaban todos los materiales cercanos, siempre y cuando fuesen aptos para la ejecución de las obras. Se utilizaban materiales sueltos (áridos, piedras rodadas) sin ningún tipo de conglomerado ni argamasa.
En los cruces existían indicaciones bastante completas en cuanto a información, había indicaciones a modo de mapas. También como señalizadores en carreteras de montaña, se utilizaban unas balizas que se introducían a modo de pértigas en ambos lados de la carretera, para servir de referencias visuales en tiempos de abundantes nevadas. Para conocer la distancia recorrida y el camino que quedaba para llegar a la ciudad de destino, los viajeros disponían de unos hitos de piedra llamados miliarios, que se levantaban a los lados del camino. En general, cada monumento llevaba las indicaciones siguientes, más o menos por este orden: nombre del emperador que había abierto o hecho abrir la vía, o bien se había cuidado de su conservación a no ser que se tratara de una dedicatoria cortesana; el número de años en ejercicio del pretor o del cónsul local; la letra M (milla) o L (lugar), seguida de una cifra que indicaba la distancia; y a veces, como complemento, la letra P (paso o passus), acompañada de una última cifra.
Por las vías romanas circulaban todo tipo de vehículos, unos lentos y pesados para el transporte de mercancías, otros rápidos y ligeros para el transporte de personas. Los vehículos más rápidos, eran los carros tirados por dos caballos, (bigas); también nos encontramos con carros tirados por tres caballos (trigas), aunque son menos frecuentes, y los tirados por cuatro (cuadrigas) que sólo se emplearían en los juegos circenses.
En los desplazamientos de largo recorrido se utilizaban vehículos rudimentarios que hacían que los viajes fueran lentos y pesados, por lo que se hacían necesarios frecuentes cambios de posta. Por ello florecieron numerosas áreas de descanso en los mismos márgenes del camino. Su disposición no era aleatoria, ya que el ingeniero encargado de proyectar la calzada había calculado con antelación qué distancia debía existir entre cada posta, lo que solía depender de las jornadas que se tardasen en recorrer el trayecto. Como norma general se establecía una separación que estaba en torno a los 20.000 pasos (30 Kilómetros), aunque variaba en función de las dificultades que presentaba la orografía del terreno.
En cuanto a las principales vías, tenemos que citar en Italia: la Vía Apia, la primera y más célebre de las calzadas de la república romana, que llegó a tener 560 kilómetros de longitud, la Vía Aemilia, de unos 282 kilómetros y la Vía Domitia.
En tierras de Hispania tenemos que hablar de la Ruta de la Plata que era la antigua vía romana que atravesaba la península de norte a sur (astures y la Bética), que debe su nombre a ser la ruta que conducía a los ricos yacimientos auríferos y argentíferos del noroeste hispano; y la Vía Augusta, que era la más larga con casi 1500 kilómetros y que unía los Pirineos con Cádiz.
Como suele ser habitual, con la decadencia del imperio romano apareció el abandono de las redes viarias. Con la desarticulación del imperio romano, las carreteras seguirán siendo utilizadas, pero sin ningún tipo de mantenimiento ni gestión (las obras constructivas de mayor envergadura como los puentes, quedarán en ruinas). En época medieval, las mejoras técnicas fueron escasas; habrá que esperar hasta el siglo XVIII, cuando de nuevo, desde los diferentes estados en Europa, se tomen medidas para promover la construcción de nuevas vías.