Durante más de quinientos años, la condición de ciudadano romano convirtió a quienes la poseían en hombres libres: sólo ellos, por ejemplo, podían votar en asambleas y comicios, alistarse en las legiones, contar con un matrimonio e hijos legalmente reconocidos que pudieran heredar sus bienes, tener propiedades, presentarse a las elecciones y acceder a los cargos públicos, participar en los sacerdocios y realizar cualquier actividad comercial en territorio romano.
Además, la ciudadanía romana le otorgaba el derecho a emprender acciones judiciales ante un tribunal romano, a ser asistido por un tribuno de la plebe y apelar las decisiones judiciales.
Pero la ciudadanía también implicaba obligaciones, sobre todo de carácter tributario. Por ejemplo, los ciudadanos debían contribuir a los gatos militares en cuantía proporcional a su riqueza o pagar un impuesto de sucesión destinado a financiar las jubilaciones de las fuerzas militares. También debían inscribirse en el censo.
De entrada, para ser ciudadano bastaba con haber nacido de un matrimonio legalmente válido entre ciudadanos romanos. En el caso de los hijos nacidos de una unión no legal, el hijo adquiría la condición del progenitor con el status más bajo. Pero existían otras vías para adquirir la ciudadanía, incluso la podían obtener los esclavos que habían accedido a la libertad. Para ello debían cumplir tres condiciones: ser mayores de 30 años, que su amo fuera ciudadano romano y que la liberación o manumisión se hubiera efectuado bajo la supervisión de un magistrado.
La carrera militar también permitía acceder a la ciudadanía, al cumplir los 25 años de servicio, como premio al licenciarse.
Las mujeres romanas estaban excluidas de la vida política y, en consecuencia, no podían participar en todas las actividades públicas que constituían la dimensión política de ser ciudadano. Un reflejo claro de la discriminación femenina lo vemos incluso en su propio nombre: todas las mujeres de una misma gens o familia eran llamadas por el gentilicio familiar, como Claudia, Livia o Cornelia, al que se añadía un ordinal indicando su posición: la segunda, tercera,… En el ámbito privado, la mujer tenía restricciones legales porque no disponía de potestas propia, sino que estaba sometida a la patria potestad del padre y luego del marido; y a la muerte de ellos estaban sometidas al control de un tutor, situación que los juristas legitimaban en base a “la debilidad inherente a su sexo, su ignorancia en los asuntos legales y su falta de juicio”.
En cuanto al nombre del ciudadano, la fórmula utilizada, conocida como tria nomina, constaba de tres elementos: el nomen que permitía identificar la gens o familia a la que pertenecía el individuo; el praenomen, nombre propio que se le asignaba tras su nacimiento; y el cognomen, venía dado por un rasgo físico o una anécdota vital. A estos tres elementos se les podía añadir otros, como el agnomen, que tenía carácter honorífico y solía aludir a algún hecho de armas destacado (por el ejemplo: El africano, otorgado a Publius Cornelius Escipio por su victoria frente a Anibal en África)
El acceso de los jóvenes a la ciudadanía se producía anualmente el día 17 de marzo de cada año, fecha en que se celebraba en Roma la fiesta de las liberalia, en honor del Dios Pater, dios asociado al vino y a Dionisio. Ese día los jóvenes varones en torno a los 15 años pasaban de niños a adultos. Primero, en casa, ofrecían a los Lares (dioses protectores del hogar) el amuleto que llevaban desde pequeños; se desnudaba ante la familia para demostrar que podía procrear, y su padre le entregaba la toga viril, que lo acreditaba como ciudadano. Luego tenía lugar la ceremonia pública, durante la cual los jóvenes cruzaban el Foro en procesión hasta el templo de Júpiter, a quien ofrecían sacrificios.
En cualquier espectáculo o con gran afluencia de público en el foro, era posible distinguir al ciudadano, ya que quedaba identificado por la toga, una vestimenta reservada exclusivamente a quienes disfrutaban de la condición ciudadano.
En nuestro país, merced a la política de municipalización, y más concretamente al Edicto de Latinidad promulgado por el fundador de la dinastía Flavia, Vespasiano, en el año 74 d.C, las comunidades hispanas lograron el estatuto de derecho latino, cuyo beneficio más atractivo era la concesión de la ciudadanía romana a toda persona que hubiera desempeñado un cargo público. El paso definitivo llegaría con el Edicto de Caracalla promulgado en el año 212 d.C., que dio la ciudadanía romana a todos los hombres libres del imperio.