Cuando hablamos de una torrija nos referimos a un plato hecho de una rebanada de pan duro (habitualmente de varios días) que es empapada en leche, almíbar o vino y, tras ser rebozada en huevo, se fríe en una sartén con aceite. Se endulza con miel, melaza o azúcar y es aromatizada con canela.
Pero, ¿de dónde vienen?
Las torrijas, junto con los buñuelos y la mona, son uno de los dulces estrella durante la Semana Santa. Es un dulce de origen europeo y de larga tradición en España.
Una tradición que se remonta nada menos que al siglo I d.C.
Los historiadores han trazado el origen de las torrijas en la publicación en ese siglo del libro “De re coquinaria” escrito por el autor romano Marco Gavio Apicio durante el reinado del Emperador Tiberio, pero también sabemos que sus recetas fueron retocadas durante los siglos posteriores. En el libro séptimo de este recetario, capítulo XI dedicado a los postres caseros, vienen dos fórmulas para aliter dulcia u “otro tipo de dulce”.
Una receta tan simple como remojar el pan en leche a la que posteriormente se le fueron añadiendo ingredientes. Tan simple que los historiadores no se ponen de acuerdo en si todas las variedades posteriores de torrijas tenían su origen en esos aliter dulcia o si cada aficionado a la cocina de cada país, había llegado solo a la conclusión de que el pan remojado en leche es delicioso.
Primer antepasado de las torrijas: “Toma buenos panecillos de mosto africanos, sin corteza, y ponlos en leche. Cuando estén remojados mételos en el horno sin que se sequen. Sácalos calientes, pínchalos y úntalos con miel para que empape. Espolvorea con pimienta y sirve”.
Segundo antepasado: “Coge pan, quítale la corteza y corta trozos grandes. Remójalos en leche, fríelos en aceite y añade miel por encima”.
Estas recetas, a diferencia de las contemporáneas, no utilizaban huevos ni azúcar, pero recordemos que éste último es una cosa bastante moderna y fue introducido en Europa por los árabes. Incluso después, el azúcar de caña fue un ingrediente de lujo casi hasta el siglo XIX, cuando se popularizó al de remolacha. Las torrijas caseras se elaboraban con miel y muchas veces con vino en vez de leche, ya que no todo el mundo tenía ganado y encima el vino no es perecedero.
En el siglo XIV aparece la primera receta escrita del antepasado de las “tostadas francesas”, rebozadas en huevo y fritas en aceite; muy similares a nuestras torrijas.
El pan mojado en leche y endulzado fue conocido ampliamente en la Europa medieval bajo diferentes nombres. El gastrónomo europeo del siglo XV Martino da Como, escribió una receta al respecto, hablando de que este pan jugoso era servido a menudo con aves de caza y otras carnes. La palabra soup o suppe en los nombres citados se refiere a que ha sido sumergida en un líquido, una “sopa”.
Encontramos las primeras torrija, tal y como las conocemos hoy, en el siglo XV, durante la época de los Reyes Católicos, constituyéndose por entonces en plato especialmente indicado para alimentar y facilitar la recuperación de las mujeres durante el postparto, ya que además de los beneficios que aportaba a la recién madre, también ayudaba a estimular la secreción de leche en las madres.
Es bien cierto que no resulta fácil encontrar el origen exacto de este plato, pero se suele considerar que su uso especialmente habitual durante la Cuaresma y la Semana Santa responde a la costumbre que servía para compensar los períodos de abstinencia de algunos alimentos. Sin embargo se suele considerar que las torrijas tienen una historia milenaria que tiene más que ver con la lactancia que con la vigilia o la penitencia. Por algo están tan buenas.
Juan del Encina fue el primer autor que usó la palabra torrijas —o más bien “torrejas”— para definir aquel dulce con el que se agasajaba a las madres recientes.
A partir del siglo XVI son frecuentes las menciones de este dulce en villancicos, poesías y comedias. En 1524, el obispo de Mondoñedo, Antonio de Guevara, escribe: “Es de creer que tendríades para su parto algunas gallinas para caldo, algunos huevos para torrijas y algunas conservas para los desmayos”.
En los Coloquios de Palatino y Pinciano (Juan de Arce, 1550) un personaje dice que “Si todas las torrejas que dan a las paridas son tales, razonablemente se pagan de los dolores del parto. Por sólo comerlas se habían de poner en peligro”. Lope de Vega mencionó las torrijas infinidad de veces en sus obras: “Si haciendo torrijas andan, serán para la parida” (La niñez de San Isidro, 1622) o lo que van a obsequiar los pastores a María, “porque es justo hacer torrijas a la parida, miel de romero escogida, con una cesta de huevos” (Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de Burguillos, 1634).
En principio no se utilizaba leche de vaca. La Península Ibérica no es completamente verde, y para alimentar rebaños vacunos hace falta un pasto del que no todas las regiones disponen. Para más inri, las vacas de antes no eran de raza lechera y sólo se tenía leche cuando sobraba después de que amamantaran al ternero. Incluso en el siglo XVI se pensaba que la mejor leche era la más semejante a la de la complexión humana. Primero “la de mujer, después de ella la de borrica, después la de cabra, luego la de la oveja, luego la de la vaca y al fin la de puerca” (Regimiento y aviso de Sanidad, Francisco Núñez de Oria, 1585).
Pero lo importante es que entonces se creía que el consumo de leche en particular ayudaba a estimular la secreción de leche en las mujeres, por aquello de que de lo que se come se cría. Leche, pan, huevos, caldos y dulce (ya fuera miel o azúcar) se consideraban alimentos energéticos de fácil digestión, aptos para enfermos y convalecientes como las mujeres recién paridas, que pasaban el puerperio en casa siendo atendidas por amigas y familiares. De ahí que la combinación de pan, leche, huevos y miel (o sea, torrijas) fuese un plato principal en la dieta de las parturientas antes y después de dar a luz.
Además, la torrija, al tratarse de un plato de fácil elaboración y muy bajo coste, en el que se reutilizan los restos del pan de días anteriores, siempre fue un plato asociado a los tiempos difíciles. Se trata de un dulce saciante y calórico que aporta energía.
En un retablo del siglo XVII conservado en el Museo de Pontevedra se representa el nacimiento de la Virgen María con una escena doméstica en la que una mujer se saca leche del pecho para echarla en un plato de comida, posiblemente torradas de parida con vino tinto.
“No piense que vamos / su madre graciosa / sin que le ofrezcamos / mas alguna cosa / que es de gran valor / madre del redentor / En cantares nuevos / gocen sus orejas / miel y muchos huevos / para hacer torrejas / aunque sin dolor / parió al redentor”.
Las primeras recetas aparecen en el “Libro de Cozina” de Domingo Hernández de Maceras (1607) y “Arte de cozina, pastelería, vizcochería y conservería” de Francisco Martínez Motiño (1611), donde la palabra “torrija” aparece 59 veces pero sólo una receta se corresponde con lo que buscamos. Y eso que es bastante sui generis, con una especie de tortilla alrededor un poco rara, pero le perdonamos porque es la receta de torrijas españolas más antigua.
También Montiño fue el primero en dar la receta de “torrijas de natas sin pan”, o lo que es lo mismo, leche frita o tostadas de crema, que se llaman en el Norte.
En 1705 las torrijas aún estaban tan íntimamente asociadas a los partos que el Diccionario nuevo de las lenguas española y francesa las define como “rebanadas de pan fritas y untadas en miel que dan a las mujeres paridas en España”.
A finales del siglo XVIII la torrija comienza a esclarecer sus ingredientes principales: pan, azúcar, huevos y leche con canela. Con el paso del tiempo, las torrijas pasaron de ser una elaboración para ocasiones especiales a un dulce cotidiano.
A inicios del siglo XX las torrijas perdieron un poco esa asociación de un plato con una costumbre o período religioso, para hacerse un producto de consumo habitual en las tabernas.
En realidad, comer torrijas durante la Cuaresma es una coincidencia práctica que se ha convertido en tradición. Con el tiempo, los ingredientes que hacían de las torrijas algo tan especial -el azúcar, el pan blanco, la canela- se fueron abaratando. Cuando todo el mundo se las pudo permitir ya no resultaron tan apetitosas o dignas de un convite de bautizo, como se hacía antes. El auge de la clase media durante el siglo XIX permitió el desarrollo de una cocina más elaborada y a sus ojos, refinada. Los recetarios de esa época complicaron las torrijas introduciendo versiones de patata, almidón de maíz, café, mermelada, chocolate, borrachas en jerez, con almendra y yemas, de queso, de arroz con leche, de coco, plátano o calabaza. Casi todas las versiones que creemos ahora muy modernas ya estaban inventadas hace 100 años.
Las torrijas sencillas, de vino o leche, pasaron de las grandes ocasiones al menú cotidiano. De casualidad, todos los ingredientes que llevan son compatibles con los preceptos de abstinencia así que fue de cajón tirar de ellas para alegrar un poco la fúnebre dieta cuaresmal. No existe ningún vínculo especial (o yo no lo he encontrado) entre torrijas y Semana Santa hasta la segunda mitad del XIX, cuando empezaron a vincularse con los menús de vigilia junto a otros postres como el arroz con leche, las natillas y los buñuelos.
En nuestro país encontramos las torrijas castellanas, las torradas de parida gallegas, las sopes de partera de Menorca, las tostadas cántabras y vascas, las torrades (llosquetes, cosquetes o rostes) de Santa Teresa catalanas, etc. En la cocina de la diáspora sefardí se les denominan rebanadas de parida.
Por otro lado, la torrija no es un producto de consumo únicamente en nuestro país. Si indagamos un poco encontramos versiones de la torrija en otros países. Así, en Francia llaman a su versión el “pain perdu”, o sea, el pan perdido. En Gran Bretaña y Alemania las denominan algo parecido, “poor knights of Windsor” y “Arme Ritter” (caballeros pobres) respectivamente. Los portugueses las conocen como “rabanadas” o “fatias douradas”, si bien los portugueses lo suelen consumir en período navideño. Por su parte, los americanos a las torrijas las llaman “french toast”, los suizos “fotzelschnitten”, los austríacos “pofesen”. En Hungría “bundás kenyér”, y en los Países Bajos “wentelteejfe”. En Grecia encontramos las “avgofetas”.
Todas estas elaboraciones, aunque no son exactamente iguales, responden a un patrón común: un dulce hecho de pan remojado, albardado y después frito.
Y en tierras americanas encontramos en Estados Unidos las “french toast” (tostadas francesas), o las “rabanadas” en Brasil. La torrija también tiene gran presencia en Argentina, Uruguay, Chile, Colombia, Perú, partes de México y Guatemala, entre otros países. Su elaboración encuentra variantes, pero la base de pan suele ser la misma.
En cuanto al consumo de las torrijas, asociado a la Semana Santa, tal vez pudiéramos enlazarlo con la necesidad de aprovechar el pan que sobraba del período de abstinencia de comer carne (miércoles de ceniza, jueves y viernes santo).
Otras personas opinan que el motivo deriva de una asociación religiosa, pues durante la Cuaresma, período de ayuno y penitencia, las torrijas sería un alimento que no ofendería las creencias cristianas.
Y llegado a este punto, finalizamos con el convencimiento de que lo mejor es preparar unas torrijas y disfrutar con su degustación.